Mientras releo la novela, voy dibujando las ideas que se ponen en escena, a la manera de los diagramas de Venn, aunque sin posibilidad de solución o de entendimiento aritmético. El texto propone ideas cúmulo, ideas grumo, fragmentos que van tratando de cristalizarse durante toda la obra: una nochebuena en el restaurante Polidor, un comensal gordo pide un chateau saignant, mientras Juan toma una copa de Sylvaner, hay un espejo, una frase de Michel Butor, y todo eso parecieran querer decir algo, algo que se nos escapa, siempre, como en toda la narrativa de Cortázar. Algo que está ahí, pero dónde, cómo.
En todo Cortázar está trazada una pregunta que no tiene respuesta. Es una pregunta retórica, que obliga al lector a empezar a dudar de lo que llamamos "normalidad". Esa ruptura, la posibilidad de ese quiebre, es una premisa revolucionaria, ya que se apunta siempre a la subversión de todas las cosas, a darse vuelta como un guante, a salir de cualquier logos, a romper con cinco mil años de cultura, cualquier prisión cartesiana, y a destruir, sobre todo, el lenguaje. En el texto hay un movimiento de tensión permanente, que se genera ante cualquier situación narrada. Hay series de fragmentos que quieren aglutinarse, muñecas endiabladas, una estatua de Vercingétorix, un cuadro especial para un grupo de neuróticos anónimos, la posibilidad de que las gaviotas sean mamíferos o una revolución en Burundi.
Entre sus muchos personajes (otra característica de su narrativa) se construyen múltiples líneas, pero sobre todo triángulos (amorosos o no: Nicole, Marrast, Juan – Juan, Helene, Tell – Celia, Helene, Austin – Calac, Polanco, mi paredro, etcétera), aunque fundamentalmente lo que se busca es la idea de una figura entrevista en un parpadeo cuando se mira a los insectos merodear alrededor de una luz. Ese dibujo instantáneo que aparece y se desvanece enseguida y para siempre. Y hay que ver cómo combatir la nostalgia de esa pérdida.
Después está el humor, con Calac y Polanco a la cabeza, con esa suelta de palomas o murciélagos que parecen sus diálogos. Palabras inventadas, tiradas a rodar ante la estupefacta cara de los europeos al paso y la presumible carcajada del desocupado lector. Estos personajes son adorables, incluso para el autor, que los revive en varios de sus textos (Salvo el crepúsculo, La vuelta al día en 80 mundos, Último Round, al menos)
También están los personajes inadmisibles por su absurdo total, como el caracol Osvaldo, o Feuille Morte, quien sólo dice una sola frase que repite algunas veces durante toda la novela (bis bis-bis bis). O mi paredro, el personaje invisible, que puede ser cualquiera de los personajes: algo así como el delegado, o una máscara que sabrá uno descifrar a qué personaje pertenece cada vez.
La novela emerge del capítulo 62 de Rayuela, donde se plantea algo así como cierta independencia química de nuestros movimientos, previa al pensamiento, a la voluntad, y donde los personajes parecen ser llevados de acá para allá sin mucha participación consciente de parte de estos. Personajes que se denuncian como nosotros, claro, salvo que ellos atisban la ciudad imposible donde pareciera que el puente aparece, las personas se mueven casi como en un sueño, las puertas quizá se abren.
Pareciera que, finalmente, Cortázar concreta la tentativa propuesta en Rayuela y también en Los Premios, donde el absurdo toma su estandarte y lo lleva hacía lo más hondo posible. Pareciera que su narrativa previa sirvió como un enorme borrador de lo que finalmente es 62/Modelo para armar, donde se logra, a través de un juego perfectamente definido, una narrativa basada en impulsos y lugares imprecisos, en la negación de la consciencia, la ruptura de la sólida piedra de lo cotidiano.
Más allá de cierta pesadez inicial (que Calac rompe en una pura autocrítica a los cachetazos) la novela, de difícil lectura, es a mi parecer lo mejor que ha escrito Cortázar. Y es justamente Calac (apenas se nos deja ver esto lateralmente) quien va tomando notas para escribir una novela que es la que estamos leyendo.
La llegada de las conclusiones, que lo son, pero no tanto, los finales imprevistos, el amor, el desamor, el humor en muchos aspectos como eje de la novela, parecieran afirmarse en su imposibilidad, en cerrar las ideas que la rigen, entre basiliscos, sexo, hoteles, Londres - Viena - París, pero también Copenhague, tangos, mucho whisky, o la condesa sangrienta de la que habló Alejandra Pizarnik.
Los personajes finalmente parecen ser los insectos que revolotean sobre un farol. En el lector está la posibilidad de parpadear en el momento justo para ver la figura que este texto arma.