miércoles, 24 de julio de 2024

Algo sobre 62/ Modelo para armar, de Julio Cortázar.

Mientras re leía la novela, iba dibujando las ideas que se ponen en escena, a la manera de los diagramas de Venn, aunque sin posibilidad de solución o de entendimiento aritmético. El texto propone ideas cúmulo, ideas grumo, fragmentos que van tratando de cristalizarse durante toda la obra: una nochebuena en el restaurante Polidor, un comensal gordo pide un chateau saignant, mientras Juan toma una copa de Sylvaner, hay un espejo, una frase de Michel Butor, y todo eso parecieran querer decir algo, algo que se nos escapa, siempre, como en toda la narrativa de Cortázar. Algo que está ahí, pero dónde, cómo. 

En todo Cortázar está trazada una pregunta que no tiene respuesta. Es una pregunta retórica, que obliga al lector a empezar a pensar que la normalidad, lo cotidiano, no es lo que se supone. Esa ruptura, la posibilidad de ese quiebre, es una premisa revolucionaria, ya que se apunta siempre a la subversión de todas las cosas, a darse vuelta como un guante, a salir de cualquier logos, a romper con cinco mil años de cultura, cualquier prisión cartesiana, y a destruir el lenguaje, sobre todo el lenguaje. y en lo literario, es un movimiento de tensión permanente, que se genera ante cualquier situación narrada. Hay series de fragmentos que quieren aglutinarse, muñecas endiabladas, una estatua de Vercingétorix, un cuadro especial para un grupo de neuróticos anónimos, la posibilidad de que las gaviotas sean mamíferos o una revolución en Burundi.

Entre sus muchos personajes (otra característica de su narrativa) se construyen múltiples líneas, pero sobre todo triángulos (amorosos o no: Nicole, Marrast, Juan – Juan, Helene, Tell – Celia, Helene, Austin – Calac, Polanco, mi paredro, etcétera), aunque fundamentalmente lo que se busca es la idea de una figura entrevista en un parpadeo cuando se mira a los insectos merodear alrededor de una luz. Ese dibujo instantáneo que aparece y se desvanece enseguida y para siempre. Y hay que ver cómo combatir la nostalgia de esa pérdida.

Después está el humor, siempre, con Calac y Polanco a la cabeza, con esa suelta de palomas o murciélagos que parecen sus diálogos. Palabras inventadas, tiradas a rodar ante la estupefacta cara de los europeos al paso y la presumible carcajada del desocupado lector. Estos personajes son adorables, incluso para el autor, que los revive en varios de sus textos (Salvo el crepúsculo, La vuelta al día en 80 mundos, Último Round, al menos)

También están los personajes inadmisibles por su absurdo total, como el caracol Osvaldo, o Feuille Morte, quien sólo dice una sola frase que repite algunas veces durante toda la novela (bisbis-bisbis). O mi paredro, el personaje invisible, que puede ser cualquiera de los personajes: algo así como el delegado, o una máscara que sabrá uno descifrar a qué personaje pertenece cada vez.

La novela emerge del capítulo 62 de Rayuela, donde se plantea algo así como cierta independencia química de nuestros movimientos, previa al pensamiento, a la voluntad, y donde los personajes parecen ser llevados de acá para allá sin mucha participación consciente de parte de estos. Personajes que se denuncian como nosotros, claro, salvo que ellos atisban la ciudad imposible donde pareciera que el puente aparece, las personas se mueven casi como en un sueño, las puertas finalmente se abren.

Pareciera que finalmente Cortázar concreta la tentativa propuesta en Rayuela y también en Los Premios, donde el absurdo toma su estandarte y lo lleva hacía lo más hondo posible. Pareciera que su narrativa previa sirvió como un enorme borrador de lo que finalmente es 62/Modelo para armar, donde se termina logrando, a través del juego perfectamente definido, una narrativa basada en impulsos y lugares imprecisos, en la negación de la consciencia, la ruptura de la sólida piedra de lo cotidiano.

Más allá de cierta pesadez inicial (que Calac rompe en una pura autocrítica a los cachetazos) la novela, de difícil lectura, es a mi parecer lo mejor que ha escrito Cortázar. Y es justamente Calac (apenas se nos deja ver esto lateralmente) quien va tomando notas para escribir una novela que es la que estamos leyendo.

La llegada de las conclusiones, que lo son, pero no tanto, los finales imprevistos, el amor, el desamor, el humor en muchos aspectos como eje de la novela, parecieran afirmarse en su imposibilidad, en cerrar las ideas que la rigen, entre basiliscos, sexo, hoteles, Londres - Viena - París, pero también Copenhague, tangos, mucho whisky, o la condesa sangrienta de la que habló Alejandra Pizarnik.

Los personajes finalmente parecen ser los insectos que revolotean sobre un farol. En el lector está la posibilidad de parpadear en el momento justo para ver la figura que este texto arma.

jueves, 16 de mayo de 2024

Un lector terrestre leyendo “Noche cerrada, mar abierto”, de Juan Bautista Duizeide.

 

Nada vuelve, irse es todo. 

Nocturna

 

Acercarse a este libro de Duizeide puede ser complejo: el autor es un hombre de aguas abiertas, sé que alterna entre el río y el mar sin mayores complicaciones; mientras que nosotros somos lectores terrestres, y solemos creer que la tierra firme es el único lugar posible. Entonces uno lee esta serie de cuentos un poco mareado, mirando fijo algún lugar del horizonte para no perder el equilibrio, con el olor a sal imaginaria que debería tener el mar. Además uno está obligado a leer apelando a sus propios recuerdos: la foto familiar apenas mojando las patas en punta Mogotes, la pobre idea que se tiene de algún mascarón de proa oxidado colgando como decoración en un bar, la costilla de una ballena haciendo de portada en una casa que vi una vez en Puerto Madryn, y cosas así. También hay que utilizar los datos marítimos que hemos ido acumulando en nuestra vida terrestre: habrá que pensar en Melville, revisar lo leído sobre el regreso de Ulises a Ítaca, recordar algo sobre el viejo del clásico de Hemingway, o en el hundimiento del Belgrano. Incluso y por qué no, en Popeye el marino y el Capitán Piluso, entre algunos otros, aunque no tantos, para recrear, sacándole punta a todo el bagaje de nuestro pobre pasado “marítimo”, mientras leemos sobre los personajes y los ambientes del libro.

Uno avanza en la lectura feliz, pero triste. Es decir, la felicidad de leer cómo los cuentos navegan (valga la metáfora) en una dinámica absolutamente marítima, sentir el aroma de algas podridas en el aire de estos textos sabiendo que nunca jamás ese olor nos sorprenderá en esta tierra firme donde vivimos. Por otro lado, uno va sintiendo el gusto amargo en esta contradicción: el territorio de nuestro país se compone de casi dos terceras partes de agua de mar, y, sin embargo, sin embargo, acá estamos, tercamente aferrados a nuestra tierra firme. Entonces la primera idea es esta: casi que somos extranjeros en nuestro propio país. La tierrita firme bajo nuestros pies es básicamente una falacia. Y ahí se queda flotando la pregunta sobre qué tragedia (que parece perpetua) hace que seamos el país de las vacas y no el país de los barcos.

Por otro lado, puedo decir lo mismo que sentí con un personaje de Haroldo Conti, y justamente con uno que no tiene que ver con el río, el agua: leemos a Duizeide, a sus personajes e historias, como se lee la historia de Basilio Argimón y su hermosa máquina voladora. Leemos a Basilio volar por las pampas, pero (maldición) tenemos nuestros pies infinitamente clavados en la tierra.

Somos unos tristes terrícolas, leyendo este tremendo libro. Es esa condición la que nos deja boquiabiertos mientras los personajes nombran cada uno de los faros que orillan el sur del mundo, rezan los nombres sagrados de los barcos, o rememoran tormentas dignas de la ira de Poseidón.

Nuestra condición de lectores terrestres, si tiene algo bueno, es que los textos no pueden sino fascinarnos, llevándonos a navegar, a sentir que en el tramo entre Punta Negra y Punta Carballido el tiempo es infinito, o a bucear en los alrededores de la vida del Capitán Gonzaga llegando al hueso de lo que significa contar: "Y yo mismo me asombro de algo furtivo que late en las palabras, mucho más poderoso que la aventura, mucho más desolador que la pérdida, algo como un hambre, como una huella que me es imposible descifrar".

Y es justamente ahí, en las palabras, las palabras latiendo, las palabras creando una realidad furtiva, nocturna, pero viva, real. No puedo sino más que transcribir algunos de los nudos que hay en este texto, en este tejido, sí, donde uno pasa fondeando los bordes del lenguaje:  

malecones - enramadas - cevicherías - quilombos - estibadores - marineros - foguistas - pilotos - tripulación - bodegas - puertos - patacho - espigón - petreles - la planchada - camarote - ojo de buey - garete - cartas náuticas - amarres - toninas - singladura - vuelta encontrada - raschines - portalón - calima - dársenas - binoculares - proa - popa - babor - estribor - recaladas - corbeta - maringotes - millas náuticas - fondeadero - el escobén - el práctico - abarloarse - barlovento  - la estropada - as de guía - ballestrinque - escolleras - rada - remolcadores - pailebote - sudestada.

 

Esas palabras, sí, como una red para pescar lectores terrestres, sí, y los nombres, que todo lo llenan, nombres de barcos y de lugares donde los relatos se transforman, toman vida:

Pontón recalada - Presidente Perón - Faro Quequén - Punta Quilla - La Guaira - Puerto Limón - Valparaíso - Rio Santiago - Guaite - El Rincón - Golfo San Jorge - Caleta Olivia - Faro Querandí - Caleta Córdova - Comodoro - Alpargatas sí - Cerro Chenque - Lobería - Ranquel - Star of Cairo - Picketty Witch - Montepasubio - Chaco - Mariona Goulandris - Abanderada de los humildes - Polly Brown II - el Constante - Pegaso.

 

La noche, las palabras, lo oscuro, el agua, los ritmos. Mucho mar, pero también algo de las dulces aguas de Haroldo Conti, claro que “Sudeste”, y Juan José Saer, “Nadie, nada, nunca”, o el que quieras, pero siempre Melville, otra vez sobre agua marítima en “Las Encantadas”, sí.

No puedo más que agradecer por este libro, porque, de alguna manera, ha ayudado a que mis pies se metan, con seguridad, en las profundas y saladas aguas de nuestro país.

 

“Noche cerrada, mar abierto”, J. B. Duizeide, editorial Leteo, 2017

 

jueves, 14 de septiembre de 2023

El ejercicio de leer, o que a cada santo le llega su San Martin.

Usted pensó que la capacidad de leer mucho era lo suyo: había leído libros enormes, grandiosos, esos que se pesan por kilo, como el de Musil, el de Laiseca, Proust, Joyce, Tolstoi. La Biblia, Las mil y una noches, El Quijote. Usted creyó que si era capaz de leer todo eso, no tenía límites, pero hasta acá llegó: esto es demasiado, dijo finalmente, y cerró el libro para siempre. 

Piensa usted ahora que alguna vez le pasó lo mismo con La novela luminosa, de Levrero, pero que una especie de culpa lo envolvió de repente y tuvo que seguir leyendo como el viejo descargaba porno por la red, o sus lentas y delicadas observaciones sobre una paloma muerta en el techo del vecino. Plumas secas volaron varios días seguidos por esa lectura. También le pasó con Laiseca. Agarró Los Sorias con sus dos manos, le midió el peso, lo hojeó muy por arriba, y se hundió en su universo infinito y agotador, sobre todo por tener que sostener ese bodoque de unos tres kilos a la altura de los ojos (nota mental, te dijiste: leerlo en el escritorio y no en la cama). Luego de sus interminables páginas de sexo con cadáveres, o linyeras y crotos imitando una ópera de Wagner, de su delirancia excéntrica y profusa, de sus lógicas imposibles y la deformidad plomiza de semejante armatoste de papel (en la que usted pensó que para semejante libro deben haber talado un cuarto de hectárea de bosque), casi se dio por vencido, pero no, insistió, sin pasar una sola página por alto, ni un solo párrafo, y cumplió el mandato: leer todo, hasta la palabra fin, y así lo hizo.

Otro día, llovía, era junio, y por fin usted sacó de la biblioteca otro mamotreto: Ulises. Lo miró, leyó la contratapa, se salteó la introducción de unas setenta páginas y comenzó a leer. Apenas si movió sus dedos al pasar las páginas, una detrás de otra. Estuvo doce horas así. Cuando se dio cuenta, su propio estómago le gritaba de hambre, y su cuerpo se había endurecido por la pésima posición que tenía sobre ese sillón viejo. Usted ni siquiera fue al baño en todo ese tiempo. Con la mirada en el aire, con ese silencio hueco que hay en las casas vacías, en los departamentos de jóvenes solteros y sin apuro por mantener el orden o la limpieza, se dio una ducha, comió un sándwich de queso, preparó el mate y se volvió a sentar en el sillón otras seis o siete horas hasta que el libro se le cayó de las manos cuando se quedó dormido, en una pésima posición, en ese viejo sillón que había encontrado en una venta de usados, y que había sido de un tipo que se voló los sesos frente al Monumento a la Bandera.

Libros para devorar, para comérselos. Usted recordó que algo así le había pasado con el Martín Fierro y La Patria Fusilada, por ejemplo, y Ficciones, Rayuela, El Eternauta. Sándwiches de libros. Sopa de libros. Asado de libros. Usted lo leía todo, su técnica era insuperable: medía la velocidad: páginas por hora, por minuto, las palabras por segundo. Usted medía la cantidad: los libros por día, por mes, por semestre, calculaba las posibilidades de libros en toda su vida, calculaba cuántas vidas debería tener para leer todos los libros del mundo.

Usted se había convertido en un lector voraz, ilimitado. Incluso leía el periódico completo: empezaba por los grandes titulares de tapa y terminaba con las necrológicas y la viñeta de la contratapa. Leía las letras chicas, las firmas de las cartas de lectores, las propagandas, el horóscopo. Las páginas de deportes, las carreras de caballos, los nombres los que ganaron a la primera, los metros por segundo que hacían. Los puntos en las tablas de todos los torneos: futbol, básquet, vóley, natación, de todas las ligas, del interior, del Chaco, de Tierra del Fuego: leías los promedios, los puntajes de los jugadores, los goles a favor, en contra, las tarjetas amarillas, los expulsados, la cantidad de gente que fue a la cancha, la recaudación del partido.

Usted era un lector insaciable: los carteles de la panamericana, los de los nombres de las calles, los de las ofertas en las tiendas de corpiños para señoras y señoritas, leía los papelitos que encontrabas tirados en la vereda, los libros de lectura de primer grado, la parte de atrás los boletos del colectivo, que traían a veces frases de Gandhi, o de Samuel Johnson. Leía las enciclopedias, los clásicos, las multas por mal estacionamiento. Leía los menús de los restaurantes, leías las guías telefónicas, los libros de Osvaldo Bayer, las entrevistas de George Perec. Los folletos turísticos, los mapas de Bratislava, los tatuajes en la piel de las putas de la calle Mitre.

Con semejante ejercicio, creyó que esto era pelito pa’ la vieja, papita pal loro, un punto más para el obituario literario de libros digeridos a mil por hora. Pero no: en cierto momento no pudo seguir. A cada santo le llega su San Martín. O a cada cerdo, ya no sé, la cosa es que se pudrió todo con ese libro de mierda que al final usted no sabe, a esta altura, para qué gastó la poca plata que tenía en el bolsillo. No hubo forma: sentado en el sillón, con mate, con whisky, con cerveza: lo leyó viajando, haciendo dedo en la ruta a Iguazú, o el 129 negro al barrio Alvear. Mientras tomaba sol, mientras hacía el amor, mientras tocaba timbres y salía corriendo: lo leyó adentro de la pecera, en la terraza del vecino de Levrero, ahí, junto a la paloma muerta, la paloma que las plumas se las iba llevando el viento lenta pero firme y definitivamente hacia ningún lugar preciso, leyó tirado sobre el pavimento, en las plazas públicas, mirando al Rio Negro, recordando que hoy es el aniversario del Sputnik, o que debería ir a visitar a su tío al cementerio. Lo leyó en todas partes, bajo el cielo azul de una tarde de noviembre, o al anochecer helado de esos junio donde uno suele dar todo por terminado, por finalizado, y le da ganas de ir a dormir como se van los osos o las tortugas, todo el invierno, claro que sí.

Pero no hubo caso. Era siempre volver a cero. Ese libro parecía que se leía para atrás. No había manera. Mientras tanto ahora, que usted tiembla de rabia y de bronca, y ya está zapateando porque el librero amigo le metió flor de curro con ese mamotreto insoportable insostenible inadmisible insuperable en el asco y el aburrimiento que le dio el tratar de leerlo, como si fuese la última vez que uno se sienta en serio, pero de verdad, a leer para dar finalmente por cerrada esa era, ese ciclo que pregona la apertura de cualquier libro.

Usted sabía, sí, que allá, en el fondo oscuro que existe detrás de sus ojos, preveía este momento, sí, usted lo sabía, claro. A fin de cuentas, el acto de leer no se ejerce por obligación, y usted parecía un condenado que, finalmente, había conseguido la horrible libertad de escapar de esa cárcel de palabras impresas.