“El movimiento continuo descompuesto.”
Juan José Saer
“La grande”
Se puede decir que toda la literatura saeriana esta marcada por dos temáticas
fundantes: en primer lugar el río, símbolo mítico por el hecho de ser y a la
vez no ser nunca el mismo, señal inequívoca del devenir que abarca el Todo y
que hace que lo real sea el movimiento continuo, lo inasible; y en segundo
lugar, casi en otro plano, la cuestión formal de las novelas del autor, en las
que se pretende, (tal como en la definición que da el autor de lo que es una
novela y que he usado de epígrafe), descomponer el devenir, tratando de fijarlo
mediante el artilugio formal, y aún sabiendo que es ilusorio.
Estas formas que pretenden, dejando a la vez entrever lo imposible de esta
pretensión, fijar lo que pasa, es decir, el Todo, provienen quizá de la
necesidad, ante el caos de lo real, de ordenar cierto deseo de escritura. Los
ejemplos son variados en sus novelas: en Glosa el autor divide la novela en
tres partes, las cuales abarcan simétricamente siete cuadras cada una, por
donde transcurre el recorrido de los dos personajes principales (Ángel Leto y
el Matemático, dupla que, junto con la forma tripartita, es un guiño a la
Divina Comedia), que, infructuosamente tratarán de reconstruir un recuerdo de
otros: la fiesta de cumpleaños de Washington Noriega, a la que no asistieron.
En la novela El limonero real, la historia de Wenceslao se cuenta desde nueve
relatos, marcados con el mismo comienzo (“Amanece y ya está con los ojos
abiertos.”) que recapitulan una misma y sola historia, su proceso de gestación
y evolución narrativa, y aún la imposibilidad de contarla. También en
Cicatrices donde, de una manera casi cinematográfica, los cuatro capítulos que
la constituyen cuentan, desde puntos de vista disímiles, un asesinato y el
suicidio del asesino.
Es imposible no verificar la importancia que Saer encontraba en lo formal para
disponer de una distribución precisa de la narración. En su última novela, La
grande, que quedó inconclusa al morir el autor, los capítulos transcurren uno
cada día, terminando la novela en el séptimo, aunque inconcluso, cerrando así
con todos los días de la semana. Se puede, fácilmente, hacer una lectura
comparativa con la invención del mundo propuesta en el Génesis, con la misma
duración, pero intrínseca e ideológicamente opuesta. Quizá a este arduo trabajo
de construcción de esta novela-universo esté dado ya en el nombre mismo de la
novela.
Cabe agregar que las dos temáticas propuestas como base de la novelística
saeriana no la agotan en absoluto, ya que se podrían enumerar, desde una óptica
más precisa, el resto de los temas que le son propios y también propicios para
desenvolverse en el texto: la consecución de los personajes, y de un escenario
estricto, que constituyen una saga al modo de el condado de Yonakpatawa de
Faulkner o de la Santa María de Juan Carlos Onetti, sin olvidar el Dublín de
Bloom – Joyce, e incluso el Combray de Marcel Proust. La ciudad de Santa Fe (a
la que jamás nombra como tal, como si fuese superfluo el nombre, dadas las
múltiples indicaciones que la designan) y sus alrededores, son usados como
escenario constante y central. Sin duda Saer eleva a la ciudad a un lugar que
nunca tuvo, y que nunca, probablemente, otro escritor de la zona intuyó. No
está demás enumerar otros temas usuales en sus novelas y también e sus relatos:
los pormenores y las marcas que ha dejado la última dictadura militar
argentina, como el exilio y los desaparecidos; la literatura y la historia
argentina, el campo, pero de un modo también mítico, ese campo que fue
desierto, que fue infinito.
Todo esto adaptado a un tono coloquial, árido y siempre marcado por el
escepticismo de sus personajes, característica tonal de la prosa saeriana,
donde la parquedad, el detalle aparentemente nimio y el universo entero
convergen poéticamente, para tratar de captar, con la certeza de lo imposible
del trabajo, al río, en el momento en que es y está dejando de ser, ese momento
presente infinitesimal que por hastío y comodidad solemos llamar la realidad.
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