Ayer descubrí que un día me vas a
dejar. No mañana, ni pasado: un día. Hoy me la pasé mirando como el espiral
para los mosquitos se consumía a sí mismo, segundo a segundo, hasta que la brasa
llegó al medio para, sencillamente, desaparecer. Después vi como las agujas del
reloj marcaban el paso del tiempo. Parecían querer detenerse, cada vez más
lentas. Podría jurar, si de algo sirviera, que por un momento se detuvieron. Lo hicieron,
sí: puedo jurarlo. El tiempo fue, en esos momentos, otra cosa, algo más bien
viscoso, algo que destruía cualquier otro parámetro. Se consumía a sí mismo,
como el espiral. De pronto era una pausa y las cosas eran incapaces de
movimiento. Ese segundo infernalmente largo, sin embargo, pasó: retomaron su
vida los objetos, las volutas de mi cigarrillo ascendieron nuevamente una tras
otra, el aleteo del pájaro que se veía por la ventana volvió a borronear sus
alas, el reloj recuperó su ritmo de metrónomo.
El tiempo regresó a su vieja costumbre de
arrasarlo todo, y yo sentí, vagamente, que ya no lo haría conmigo. Es raro
de escribir, pero no encuentro mejor salida. Muchos ya lo escribieron, yo no
haré más que apretujar palabras en esta hoja, o sea: me sumaré a la inaudita
montaña de toneladas de papel escrito para nada, para nadie,
siquiera para mi mismo: ¿qué placer puede darme escribir sobre la certeza de
que un día te vas a ir?
Será, pienso, que al escribirlo
desempolvo un poco la soledad, allá, donde la había dejado olvidada. No lo sé; yo sólo
sé esto: que un día te vas a ir, y que el tiempo no quería pasar hoy.
Pero vuelvo a esa extraña sensación de
no estar en el tiempo, es decir, de no ser en él, quizás de ser él. O no, no.
Quién sabe. Creo que el tiempo va a seguir con su tejemaneje, y que otro
día de esos susurrará sutilmente a mis oídos, y la cosa volverá a suceder:
el lento congelamiento del humo de mi cigarrillo hasta aquietarse, el
ralentando del tic-tac del reloj hasta parar, el pájaro, dejándome ver la forma
exacta de sus alas en vuelo, clavado en el aire como esas raras mariposas de
coleccionistas.
Y yo estaré ahí, con el horrible
privilegio del que observa, impotente, una catástrofe. Los segundos se
alargarán hasta mucho después que te hayas ido, y luego, quizá sí, el
tiempo me retome, me asuma nuevamente a
su velocidad de pájaros y agujas de reloj, me condene a su repetida necedad
numérica de días, semanas, primaveras e inviernos.
Lo hará, sin duda, ya que lo suyo
consiste en llevarme eficazmente hacia la muerte. Al menos lo que sé, como si
sirviera de algo, como si rematara este texto, es que me empujará hacia ella sólo,
es decir, sin vos, pero sin duda con tu nombre, amor, recostado bajo mis párpados.
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