El
problema es el Tiempo, claro. Cada palabra sale como en un vómito de alcoholes
varios, ceniza de cigarrillos y el desorden general de las noches tiradas al
piso en las que suelo caer cada tres por dos. Los climas nunca fueron mi
especialidad ni mi interés, pero vale decir que afuera llueve y, adentro,
también.
Pero el problema, sí, es el Tiempo. Y no hay otra manera de escribirlo que no
sea con mayúscula.
No hay tormenta que valga la pena, salvo las del recuerdo. Sentir la que se
aproxima, la inminencia, como una premonición. Es sabido que las tormentas
gustan a los animales y a los niños: jugar en patas, en cuero, por los charcos
de la vereda. Embarrarse.
Pero todo eso ya no existe, y yo tampoco. Sólo soy la conjetura posible de un
remoto descendiente: alguien que frenará en seco un día, impávido, pensando en que
su sangre viene recorriendo los siglos increíblemente para llegar a él. Sentirá
en sus venas el vertiginoso río de gente que, por lo bajo, en las sombras de la
historia, lo transita. La galería de rostros desfigurándose hacia atrás hasta
disolverse en rastros familiares cada vez más invisibles. La misma galería
vaciada, hacia adelante, el futuro. Sentirá que no es dueño siquiera de su
propia sangre y eso lo hará sentir feliz.
Soy una de las sombras de ese río que se pierde en el pasado, por suerte, pienso,
entre el desorden general del estar vivo, ya, ahora.
sábado, 2 de noviembre de 2013
De la verdadera transparencia de los vidrios (III)
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De la verdadera transparencia de los vidrios
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