jueves, 14 de septiembre de 2023

El ejercicio de leer, o que a cada santo le llega su San Martin.

Usted pensó que la capacidad de leer mucho era lo suyo: había leído libros enormes, grandiosos, esos que se pesan por kilo, como el de Musil, el de Laiseca, Proust, Joyce, Tolstoi. La Biblia, Las mil y una noches, El Quijote. Usted creyó que si era capaz de leer todo eso, no tenía límites, pero hasta acá llegó: esto es demasiado, dijo finalmente, y cerró el libro para siempre. 

Piensa usted ahora que alguna vez le pasó lo mismo con La novela luminosa, de Levrero, pero que una especie de culpa lo envolvió de repente y tuvo que seguir leyendo como el viejo descargaba porno por la red, o sus lentas y delicadas observaciones sobre una paloma muerta en el techo del vecino. Plumas secas volaron varios días seguidos por esa lectura. También le pasó con Laiseca. Agarró Los Sorias con sus dos manos, le midió el peso, lo hojeó muy por arriba, y se hundió en su universo infinito y agotador, sobre todo por tener que sostener ese bodoque de unos tres kilos a la altura de los ojos (nota mental, te dijiste: leerlo en el escritorio y no en la cama). Luego de sus interminables páginas de sexo con cadáveres, o linyeras y crotos imitando una ópera de Wagner, de su delirancia excéntrica y profusa, de sus lógicas imposibles y la deformidad plomiza de semejante armatoste de papel (en la que usted pensó que para semejante libro deben haber talado un cuarto de hectárea de bosque), casi se dio por vencido, pero no, insistió, sin pasar una sola página por alto, ni un solo párrafo, y cumplió el mandato: leer todo, hasta la palabra fin, y así lo hizo.

Otro día, llovía, era junio, y por fin usted sacó de la biblioteca otro mamotreto: Ulises. Lo miró, leyó la contratapa, se salteó la introducción de unas setenta páginas y comenzó a leer. Apenas si movió sus dedos al pasar las páginas, una detrás de otra. Estuvo doce horas así. Cuando se dio cuenta, su propio estómago le gritaba de hambre, y su cuerpo se había endurecido por la pésima posición que tenía sobre ese sillón viejo. Usted ni siquiera fue al baño en todo ese tiempo. Con la mirada en el aire, con ese silencio hueco que hay en las casas vacías, en los departamentos de jóvenes solteros y sin apuro por mantener el orden o la limpieza, se dio una ducha, comió un sándwich de queso, preparó el mate y se volvió a sentar en el sillón otras seis o siete horas hasta que el libro se le cayó de las manos cuando se quedó dormido, en una pésima posición, en ese viejo sillón que había encontrado en una venta de usados, y que había sido de un tipo que se voló los sesos frente al Monumento a la Bandera.

Libros para devorar, para comérselos. Usted recordó que algo así le había pasado con el Martín Fierro y La Patria Fusilada, por ejemplo, y Ficciones, Rayuela, El Eternauta. Sándwiches de libros. Sopa de libros. Asado de libros. Usted lo leía todo, su técnica era insuperable: medía la velocidad: páginas por hora, por minuto, las palabras por segundo. Usted medía la cantidad: los libros por día, por mes, por semestre, calculaba las posibilidades de libros en toda su vida, calculaba cuántas vidas debería tener para leer todos los libros del mundo.

Usted se había convertido en un lector voraz, ilimitado. Incluso leía el periódico completo: empezaba por los grandes titulares de tapa y terminaba con las necrológicas y la viñeta de la contratapa. Leía las letras chicas, las firmas de las cartas de lectores, las propagandas, el horóscopo. Las páginas de deportes, las carreras de caballos, los nombres los que ganaron a la primera, los metros por segundo que hacían. Los puntos en las tablas de todos los torneos: futbol, básquet, vóley, natación, de todas las ligas, del interior, del Chaco, de Tierra del Fuego: leías los promedios, los puntajes de los jugadores, los goles a favor, en contra, las tarjetas amarillas, los expulsados, la cantidad de gente que fue a la cancha, la recaudación del partido.

Usted era un lector insaciable: los carteles de la panamericana, los de los nombres de las calles, los de las ofertas en las tiendas de corpiños para señoras y señoritas, leía los papelitos que encontrabas tirados en la vereda, los libros de lectura de primer grado, la parte de atrás los boletos del colectivo, que traían a veces frases de Gandhi, o de Samuel Johnson. Leía las enciclopedias, los clásicos, las multas por mal estacionamiento. Leía los menús de los restaurantes, leías las guías telefónicas, los libros de Osvaldo Bayer, las entrevistas de George Perec. Los folletos turísticos, los mapas de Bratislava, los tatuajes en la piel de las putas de la calle Mitre.

Con semejante ejercicio, creyó que esto era pelito pa’ la vieja, papita pal loro, un punto más para el obituario literario de libros digeridos a mil por hora. Pero no: en cierto momento no pudo seguir. A cada santo le llega su San Martín. O a cada cerdo, ya no sé, la cosa es que se pudrió todo con ese libro de mierda que al final usted no sabe, a esta altura, para qué gastó la poca plata que tenía en el bolsillo. No hubo forma: sentado en el sillón, con mate, con whisky, con cerveza: lo leyó viajando, haciendo dedo en la ruta a Iguazú, o el 129 negro al barrio Alvear. Mientras tomaba sol, mientras hacía el amor, mientras tocaba timbres y salía corriendo: lo leyó adentro de la pecera, en la terraza del vecino de Levrero, ahí, junto a la paloma muerta, la paloma que las plumas se las iba llevando el viento lenta pero firme y definitivamente hacia ningún lugar preciso, leyó tirado sobre el pavimento, en las plazas públicas, mirando al Rio Negro, recordando que hoy es el aniversario del Sputnik, o que debería ir a visitar a su tío al cementerio. Lo leyó en todas partes, bajo el cielo azul de una tarde de noviembre, o al anochecer helado de esos junio donde uno suele dar todo por terminado, por finalizado, y le da ganas de ir a dormir como se van los osos o las tortugas, todo el invierno, claro que sí.

Pero no hubo caso. Era siempre volver a cero. Ese libro parecía que se leía para atrás. No había manera. Mientras tanto ahora, que usted tiembla de rabia y de bronca, y ya está zapateando porque el librero amigo le metió flor de curro con ese mamotreto insoportable insostenible inadmisible insuperable en el asco y el aburrimiento que le dio el tratar de leerlo, como si fuese la última vez que uno se sienta en serio, pero de verdad, a leer para dar finalmente por cerrada esa era, ese ciclo que pregona la apertura de cualquier libro.

Usted sabía, sí, que allá, en el fondo oscuro que existe detrás de sus ojos, preveía este momento, sí, usted lo sabía, claro. A fin de cuentas, el acto de leer no se ejerce por obligación, y usted parecía un condenado que, finalmente, había conseguido la horrible libertad de escapar de esa cárcel de palabras impresas.