De pronto
estoy solo en el mundo. Veo todo esto desde lo alto de un tejado espiritual.
Estoy solo en el mundo. Ver es estar alejado. Ver claro es detenerse. Analizar
es ser extranjero. Todos pasan sin ni siquiera rozarme. Sólo hay aire a mi
alrededor. Me siento tan aislado que puedo palpar la distancia entre mi y mi
presencia. Soy un niño con un candelero mal prendido, que cruza, enfundado en
su camisón nocturno, una gran casa desierta. Viven sombras que me rodean-sólo
sombras, hijas de los muebles rígidos y de la luz que me acompaña. Ellas me
circundan aquí, al sol, pero son gente.
Fragmento 83
Medité hoy, en un intervalo de sentir, en la forma de la prosa que empleo. ¿En
verdad, cómo escribo? Tuve, como muchos han tenido, el deseo perverso de querer
contar con un sistema y una norma. Es cierto que escribí antes de contar con
ninguna norma o sistema; en eso, sin embargo, no soy diferente a los demás.
Analizándome por la tarde, descubro que mi sistema de estilo asienta en dos
principios e inmediatamente y a la buena manera de los clásicos, consagro esos
dos principios como fundamentos generales de todo estilo: decir lo que se
siente tal como se siente -claramente, si es claro; oscuramente, si es oscuro;
confusamente, si es confuso-; comprender que la gramática es un instrumento y
no una ley.
Supongamos que tengo ante mí una muchacha de modales masculinos. Un ente humano
vulgar dirá de ella: "Esa muchacha parece un varón". Otro ente humano
vulgar, ya más cercano a la conciencia de que hablar equivale a decir, dirá de
ella: "Esa muchacha es un varón". Otro aún, igualmente consciente de
los deberes de la expresión, pero más animado por el afecto a la concisión, que
es la lujuria del pensamiento, dirá de ella: "Ese varón". Yo diré:
"Esa varón", violando la más elemental de las reglas de la gramática
que exige que haya concordancia de género y número, entre la voz sustantiva y
la adjetiva. Y habré dicho bien; habré hablado en absoluto, fotográficamente,
más allá de lo vulgar, de la norma y de la cotidianeidad. No habré hablado:
habré dicho.
La gramática, caracterizando el uso, hace definiciones legítimas y falsas.
Divide, por ejemplo, los verbos transitivos e intransitivos; pero el hombre que
sabe decir tiene muchas veces que convertir un verbo transitivo en intransitivo
para retratar lo que siente, y para no ver a oscuras, como el común de los
animales humanos. Si quiero decir que existo diré "Soy yo". Pero si
quiero decir que existo como entidad que a sí misma se dirige y se forma, que
ejerce sobre sí misma la función divina de crearse, ¿cómo habré de emplear el
verbo ser, si no es convirtiéndolo súbitamente en transitivo? Y entonces,
triunfalmente, antigramaticalmente supremo, diré "Me soy". Habré
enunciado una filosofía en dos palabras pequeñas. ¿No es preferible esto a no
decir nada en cuarenta frases?¿Qué más se puede exigir de la filosofía y de la
dicción?
Que obedezca a la gramática quien no sepa pensar lo que siente. Que de ella se
sirva, en cambio, quien sepa mandar sobre sus expresiones. Se cuenta que Sigismundo,
Rey de Roma, que habiendo cometido en un discurso un error de gramática,
respondió a quien se lo hizo notar: "Soy el Rey de Roma, y estoy por sobre
la gramática". Y la historia narra que se lo conoció de allí en más como
Sigismundo "super-grammaticam". ¡Maravilloso símbolo! Cada hombre que
sabe decir lo que dice es, a su modo, Rey de Roma. El título no es malo, y lo
propio del alma es serse.
Fragmento 84
La única actitud digna de un hombre superior es el persistir tenaz en una
actividad que se reconoce inútil, el hábito de una disciplina que se sabe
estéril, y el uso fijo de normas de pensamiento filosófico y metafísico cuya
importancia se siente como nula.
Fragmento 89
martes, 28 de abril de 2009
Fernando Pessoa. Fragmentos del libro del desasosiego (2)
viernes, 24 de abril de 2009
William Faulkner, El ruido y la furia, fragmento
Cuando la sombra del marco de la ventana se proyectó sobre las cortinas, eran entre las siete y las ocho en punto y entonces me volví a encontrar a compás, escuchando el reloj. Era el del Abuelo y cuando Padre me lo dio dijo, Quentin te entrego el mausoleo de toda esperanza y deseo; casi resulta intolerablemente apropiado que lo utilices para alcanzar el reducto absurdum de toda experiencia humana adaptándolo a tus necesidades del mismo modo que se adaptó a las suyas o a las de su padre. Te lo entrego no para que recuerdes el tiempo, sino para que de vez en cuando lo olvides durante un instante y no agotes tus fuerzas intentando someterlo. Porque nunca se gana una batalla dijo. Ni siquiera se libran. El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles.
William Faulkner, "El ruido y la furia", edit Planeta 2003, pág. 87
Fernando Pessoa. Fragmentos del libro del desasosiego (1)
El
corazón, si pudiese pensar, se detendría.
Fragmento 1
ABSURDO
Nos convertimos en esfinges, aunque falsas, hasta el punto de no saber ya
quiénes somos. Porque, por lo demás, lo que somos es esfinges falsas y no
sabemos lo que realmente somos. El único modo de que estemos de acuerdo con la
vida es que estemos en desacuerdo con nosotros. Lo absurdo es lo divino.
Establecer teorías, pensadas larga y honestamente, sólo para embestir, después,
contra ellas; actuar y justificar nuestras acciones con teorías que las
condenan. Trazar un camino y obrar de inmediato de modo tal que, por ese
camino, ya no podamos seguir. Gesticular y proceder como alguien que no somos
ni aspiramos a ser; como alguien que ni siquiera pretendemos que sea
considerado como siendo nosotros.
Comprar libros para no leerlos; ir a conciertos para no escuchar la música ni
para ver quien allí va; dar largos paseos porque se está harto de caminar e ir
a pasar unos días al campo sólo porque el campo nos disgusta.
Fragmento 23
A mí, cuando veo un muerto, la muerte me parece una partida. El cadáver me
impresiona como una vestimenta que se dejó. Alguien partió y no necesitó
llevarse puesto ese uniforme único que hasta allí vistió.
Fragmento 40
(...) Nada me salva de la monotonía, a no ser estos breves comentarios que hago
a propósito de ella. Me basta con que mi celda tenga ventanas en las rejas, y
escribo en los vidrios, en el polvo de lo necesario, mi nombre en letras
grandes, firma cotidiana de mi contrato con la muerte.
Fragmento 42