sábado, 24 de diciembre de 2011

Interrupciones (III)

Del orden de las bibliotecas.


Soy uno de esos tipos que le gusta mirar las bibliotecas ajenas, las más de las veces con fines de hurto y/o robo de alguno de sus componentes, pero en general, es un trabajo de espionaje de material ajeno que me lleva a observar la manera en que los libros están ordenados. Será algo obsesivo, será que vuelve el antiguo sueño de estar al mando de la Biblioteca Nacional un buen día, será porque jamás pude ordenar mi propia biblioteca, será por cierta idea romántica por la cual muchos libros amontonados son una imagen bella y no un entero bosque talado y hecho papel donde escritores horrorosos han gastado tinta inútilmente, etcétera. Pero para no perderme de la idea: me gustan las bibliotecas personales, y me interesa un orden posible de esos libros.

Fui observando que las bibliotecas no necesitan una cantidad necesaria de libros para llamarse así. Con uno sólo recostado en la mesa de luz, ya tengo esta idea de espionaje, y la de cómo será posible un orden. Cuando hay un libro sólo la cosa se complica, o se desecha rápidamente. Además, cuando hay un solo libro, por lo general, es de autoayuda. O un best sellers ilegible y con tapas coloridas y brillantes. Aun así, mi curiosidad se permite una hojeada a vuelapluma.

Cuando los libros empiezan a ser una buena cantidad domina el orden alfabético (no me es útil, digamos). Luego viene la comodidad del mueble a utilizar (jamás tuve uno acorde). Luego, el tamaño de los libros (desde el mísero poemario de autor taquigrafiado por él mismo hasta el peso pesado de la literatura argentina: “Los Sorias”, de Alberto Laiseca o el gigantesco “Borges”, de Bioy Casares). La nacionalidad de sus autores (no me sirve para nada). El estilo (quizá). El género (poesía con poesía, novela con novela y cuentos con cuentos. Aunque nunca supe dónde poner “Ejercicios de estilo” de Raymond Queneau, entre muchos otros). O las relaciones caprichosas (me gusta poner los libros de Faulkner cerca de los de Juan José Saer y pegados a éste, Marcel Proust, por ejemplo). Quizá quede por último un orden relacionado al placer: un orden que le permita a uno tener esas lecturas a las que uno siempre vuelve al alcance de la mano (Gelman, Cortázar, Walsh, Joyce, David Viñas).

A todo esto, no termino aún de encontrar un orden particular con mis propios libros por un par de razones: no tengo los muebles adecuados y estoy terminando de mudarme (lentamente). De ahí que mi casa parezca una librería que ha sido asaltada muy recientemente y que los ladrones han revisado hasta las últimas hojas del último libro en búsqueda de un dinero que jamás hallaron. Los libros, por el piso, sobre la mesa, bajo las macetas florecidas de geranios y así. El problema que libro que ingresa a mi casa (por compra legal, o liso y llano hurto, como bien le gustaba hacer a Roberto Bolaño), ingresa al desorden. En fin, la tarea se complica y el tiempo pasa y el orden no aparece. En fin, en fin. Fin.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Las muertes de Maurice Blanchot (V)

(…) En cierto modo y desde siempre, sabemos que la muerte sólo es una metáfora que nos ayuda a representarnos burdamente la idea de límite mientras que, precisamente, el límite excluye toda representación, toda “idea” de límite.

Página 84

 

Todo ha de borrarse, todo se borrará. Escribir tiene lugar y tiene su lugar de acuerdo con la exigencia infinita del borrarse.

Página 84


En mí hay alguien que no hace más que deshacer ese mí: ocupación infinita.

Página 97


Habría un hiato de tiempo, lo mismo que una distancia de lugar, que no pertenecen ni al tiempo ni al lugar. En dicha distancia, pasaríamos a escribir.

Página 101


La ciudad, siempre viva, animada, imperturbable, perfectamente ajena a la idea de que se podía morir en ella: sin embargo, en esa estancia en la que, meditabundo, él estaba sentado, yo lo atravesaba, igual que en un cementerio se pasa distraídamente por encima de las tumbas.

Página 114


Escuchando, no las palabras, sino el sufrimiento que atraviesa, de palabra en palabra, sin fin, las palabras.

Página 117



Del libro "El paso (no) más allá", Blanchot Maurice, 1994, 1° ed 1973, Trad. Cristina Peretti

lunes, 5 de diciembre de 2011

Interrupciones (II)

No es raro que empiece a tener estos espacios de interrupción, ya que no hay lugar posible en este mundo que no sea fragmentado por algo, alguien, álguienes. Cultura zapping, inmediatez, o sencillamente imbecilidad de la vida pos-posmoderna (ya no sé cómo nos clasifican los sociólogos), esto, parece, es estar acá, en este instante, vivo.

El problema es que hasta los espacios que parecían libres de esto ya no existen como tales: nos queda una vaga idea de lo que era leer un libro, o escribir algo, sin que nadie nos escriba un mensaje al teléfono, largue un twitter, toque el timbre o sencillamente aparezca en la cabeza de uno sin llamar.

La interrupción gobierna, y esto es un poco nadar en el caos. Dirán que apagando el teléfono las cosas se solucionarían pero no es así. Hay días en que la sociedad se lo lleva puesto a uno sin más nada que hacer.

Pero esto no es una queja, sino la posible introducción a un grave problema de lectura que, según veo, se va agravando lenta pero indiscutiblemente, y acá paso a contarlo: soy un lector voraz, siempre leí de a dos o tres libros a la vez, y sobre todo literatura. En los últimos, digamos, dos años, esta polaridad en las lecturas (por llamarlo de alguna manera) se fue ampliando, hasta llegar una cantidad casi imposible de libros a la vez.

El problema es que de esas lecturas más que caóticas (que hoy van desde la biografía de José de San Martín de Norberto Galasso hasta "La vida: instrucciones de uso" de George Pèrec, pasando por los discursos del ex presidente Héctor Cámpora, los poemas de "El velorio del solo" de Gelman, "Peronismo y socialismo" de Juan José Hernández Arregui, "De lenguaje y literatura" de Michel Foucault, "Caterva" de Juan Filloy, y quizá por último un rejunte de textos de Roland Barthes, llamados "El susurro del Lenguaje", bellísimos) va quedando una especie de mezcla infinita que no hace sino sumar más caos al caos antes expuesto.

Aunque me pregunto que será lo que queda de todo esto, o, sí, al igual que antes, lo que "quede" es lo de menos, y lo placentero sea sencillamente estar haciéndolo sin mayores motivos. Por ahí anda la cosa: leer sin motivos, escribir, sin motivos ni finalidades, va siendo cada vez más, como un ejercicio de la incomodidad, digamos, o un ejercicio para salir de ella. Ejercer la incomodidad es, sin duda, sentirse movilizado, andar buscando algo que nunca se sabe qué es, pero se sabe que se lo busca.
Y ahora que miro alrededor del escritorio (que en realidad es una mesa de usos múltiples) veo que también estoy leyendo una hermosa biografía sobre Mario Roberto Santucho, de María Seoane.

Y eso que no comento lo grato que me es hojear despacio libros y revistas al azar ¿será posible que la lectura sea un ejercicio infinito, sin finalidades más que la del placer, antes que la de la obtención de algún conocimiento o alguna otra cosa?