sábado, 29 de julio de 2023

Notas breves sobre Cortázar (IV)

Escuchando la radio, el locutor recordaba el día de la muerte de Julio Cortázar, y contaba que ese día la ciudad de Buenos Aires se vio invadida por mariposas, hecho que fue registrado en los diarios como un acontecimiento relacionado básicamente a alguna cuestión climática; pero habría que decir que no dudamos que ese hecho fue sólo posible en consonancia que el fallecimiento del autor. La irrupción de lo fantástico en lo cotidiano, la posibilidad de quedarse perplejo ante una situación que sale brevemente de la normalidad de las cosas, como lo de las mariposas, pareciera haber sido un rasgo rápidamente captado por Julio y puesto a jugar en sus textos. El tipo que vomita conejitos, un funeral con varias fases estrambóticas, una mujer violada que se encuentra en algún punto con su violador, la invención de un idioma para decir lo imposible, las cucarachas adentro de los bombones. Las cartas de un hijo muerto, la reunión que desató la revolución cubana, los caminos seniles y divagaciones de un tal Lucas. Los almanaques donde se comentan avisos clasificados, los libros que se escriben pensando en el futuro, en los hijos, el sexo, las siglas, las clasificaciones, los personajes que apenas dicen alguna que otra palabra. Las muñecas rotas, los tripulantes de un barco que zarpa hacia ningún lado, los diarios de un tipo que anda por la ciudad, los exámenes mientras se acerca una tormenta innombrable. Un viejo boxeador molido a palos, el porteño que lo echan de París y que viene a la argentina a terminan su delirio en la morgue de un loquero. El amor, las autopistas, los viajes absurdos, el medio oriente, los astrolabios. El jazz, Falú, las treinta y cuatro puñaladas, Charlie Parker. La posibilidad de ser un ente verde y viscoso y de perder las llaves todo el tiempo, o de llamar a la noche pelirroja, o de pensar en voz alta sobre la toz de una señora alemana. Jugar a los palíndromos, sentarse una tarde de calor a enderezar clavos, ir en busca de un escritor italiano porque no hay otra cosa mejor que hacer. Sacar fotos de su propia muerte, o mirarla desde un proyector donde pasan imágenes de Latinoamérica vencida, aniquilada, llena de generales que venden pececitos de oro para inyectarse en la sangre. Contar los cigarrillos que quedan mientras vemos hundirse el barco irremediablemente en una fuente de no más de cuarenta centímetros, descubrir asesinos entre los coristas de música renacentista, observar atónito cómo las señoras del teatro se comen el cadáver del director de la orquesta, o hacer crecer orejas a los que escuchen a ese famoso arpista de trece dedos en cada mano. Extrañar la Cruz del Sur, recitar poemas de John Keats, sentir que han tomado la casa de la infancia, escribir poemas en papel de arroz. Tratar de escribir cómo es que hay algo, ahí, pero dónde, cómo; ver cómo las manos se expanden, o cómo uno se va licuando en el piso que camina. Hacer atentados que dañan a la conformidad mediocre en la que estamos hoy, aún, más inmersos; querer tanto a Glenda, darles charla a los linyeras, a los gatos, o a los teléfonos, que serían lo mismo. Jugar en el subte a que el amor es un juego, el subte es un juego, el universo es un juego de azar; ahorcarse con un pullover azul o llorar de tal o cual manera en los velorios. Saltar por el mundo como en otro juego, saber que el fuego es aquí y ahora el mismo que fue allá y antes, o acullá y mañana. Silbar un tango, tomar un mate de lata, leer su propia muerte en vivo y en directo, toparse de narices con su doble, transmutarse en un pez de acuario inerte y con patas, descubrir el fondo oscuro de la escuela, de noche, y así ir tejiendo un universo colmado, único, indispensable.

sábado, 15 de julio de 2023

Viñas, Bolaño, algunos hilos conductores.

Leyendo a Bolaño, “La Universidad Desconocida”, me quedo en un relato, o un fragmento de un relato, o un especie de poema en prosa, o lo que sea; éste empieza con un tipo que se sube al colectivo equivocado. Tal equívoco me llama más la atención que cualquiera de las otras falsedades (casi escribo fantasías) posibles, o más bien imposibles. Uno ya tiene que participar del engaño de entrada, si no, no puede casi seguir leyendo. Algo del orden de lo verosímil, algo del orden del juego que uno quiere someterse al leer un texto se actualiza en esos primeros párrafos, quizá en la primera oración.

De igual manera David Viñas arranca su gran novela Tartabul: una tremenda arremetida contra un escritor (uno determina más tarde que es Oliverio Girondo), en sus primeras páginas, nos envuelve rápidamente. La novela comienza después de eso.

La Universidad Desconocida” comienza con una breve nota del autor, a modo de poema, que produce un efecto que por mala suerte rodea al escritor: el de su muerte prematura. El poema dice que está escribiendo con su hijo en las rodillas. Automáticamente se piensa en la idea de inmortalidad, de consecución, de todas esas cosas de las que somos falibles, pero también en el efecto dramático que nos causa saber que él sabía que iba a morir mientras escribía con su hijo en sus rodillas. Entramos en el juego. Mientan ché, que para eso estamos. Sigo con “La Universidad Desconocida”, voy leyendo algo que se publicó con el nombre de Amberes, sino me equivoco. Pareciera una novela desguazada, un libro sacado de la biblioteca a los garrotazos, ensartado con ganchos y destripado, si es posible que esto le suceda a un libro. Me gusta, tiene un tono bastante confuso pero me gusta. Las primeras partes no, los fragmentos, los poemas, parecen adolecer de carencias variadas. Uno busca en vano algún verso que los salve, una imagen, algo, pero no.

Sin embargo Tartabul. Alguien lo compara con Joyce (nota de solapa o contratapa quizá). Es comparable, pero no sé para qué. Viñas genera un mundo multiforme, con reglas propias. Es una constante crítica a la literatura (Piglia aparece vilipendiado de refilón). Tiene ritmo, es muy poético. El narrador, los narradores, como sea esto, parecieran reconstruir una historia con un solo estilo muy marcado, plagado de palabras que interrumpen los hilos conductores, que remiten a otra cosa. Lo más parecido a un monólogo interior en castellano quizá.

Tartabul es un libro que uno debería sentarse a copiar páginas enteras, sabiendo que jamás develará su funcionamiento, su estructura de relojería. Copiarlo, a mano, para dejarse llevar por el ritmo de las palabras y las frases y los párrafos.

Viñas, Bolaño, quién sabe: a veces se encuentran hilos que conducen donde no se sabía que se podía entrar.

sábado, 8 de julio de 2023

Algunas notas sobre Pálido fuego, de Vladimir Nabokov

Este libro parece un gran juego sobre la interpretación, la literatura, la locura. La idea que poesía, narrativa, y metanarrativa funcionen en un solo libro hace que su lectura sea tan delirante como el personaje principal del libro: Charles Kinbote, el crítico literario, quien arma el texto con sus interpretaciones sobre un poema de mil versos del escritor John Shade.

Hay un prólogo, un poema llamado “Pálido fuego”, las notas sobre el poema, los borradores del poema, profusos juegos de palabras, lenguas inventadas, críticas literarias, y además un índice onomástico. El manejo de las formas al servicio del delirio narrativo. 

Y además el problema de leer esta novela. Supongo que hay más de una manera de hacerlo, pero en principio se puede leer como con cualquier libro, y aun así, la cosa no es nada sencilla, teniendo en cuenta lo siguiente: todo el tiempo el autor nos envía a otras páginas mediante notas. Acá llegan algunos problemas, y es que si uno sigue fielmente esas notas, estas derivaciones, empieza a navegar sin rumbo por todo el libro, yendo y viniendo a cada paso.  

Quizá se pueda pensar Pálido fuego a modo de un puzle. A los pocos renglones de iniciarse el prólogo, ya nos envía a una nota sobre uno de los versos del poema, que aún no hemos leído. En esta nota nos envía a dos notas distintas sobre el poema. Y así. La lectura se bifurca, recorre caminos diversos, y aun así la historia se va armando, increíblemente va tomando forma.

Creo que algo de la idea del autor va por este lado: incomodar al lector. La dinámica de ir y venir por el libro es realmente agotadora. Sobre todo porque este ir y venir no siempre satisface o completa lo que estamos leyendo. Incluso algunas de estas entradas parecieran estar hechas para despistarnos.

Este movimiento convulsivo por las páginas del libro nos termina hablando de la locura absoluta de Charles Kinbote, quien va filtrando su propia historia, además de sus casi delirantes interpretaciones, adentro del texto.

Saltar de página en página nos hace pensar en Rayuela. Quizá algo de influencia hubo, aunque nunca leí al escritor argentino referirse a Nabokov ni a éste libro. Vale decir que mientras Aurora Bernárdez traducía el libro, era pareja de un Julio Cortázar que aún no había escrito su novela más conocida.

La lectura como problema, pero sobre todo la interpretación, sus problemas, creo, es el tema que recorre todo el libro. Nabokov toca un borde peligroso: cuán lejos o cerca de la realidad está alguien que interpreta un poema, aún un solo verso de un poema. ¿Dónde están realmente los límites entre la realidad y el delirio? Quizá ese borde es el que separa la razón de la locura. 

Para hacer más denso éste límite, Kinbote invita a las múltiples interpretaciones, dando lugar a Shakespeare y a Proust, a el anticomunismo explícito de Nabokov, la homosexualidad, el asesinato, el humor, el espionaje, lo paranormal, un país con un idioma y una estirpe de reyes absolutamente ficticios. 

Vale la pena, sí, entrar en este universo. Habrá que ver cómo se sale.