Escuchando la radio, el locutor recordaba el día de la muerte de Julio Cortázar, y contaba que ese día la ciudad de Buenos Aires se vio invadida por mariposas, hecho que fue registrado en los diarios como un acontecimiento relacionado básicamente a alguna cuestión climática; pero habría que decir que no dudamos que ese hecho fue sólo posible en consonancia que el fallecimiento del autor. La irrupción de lo fantástico en lo cotidiano, la posibilidad de quedarse perplejo ante una situación que sale brevemente de la normalidad de las cosas, como lo de las mariposas, pareciera haber sido un rasgo rápidamente captado por Julio y puesto a jugar en sus textos. El tipo que vomita conejitos, un funeral con varias fases estrambóticas, una mujer violada que se encuentra en algún punto con su violador, la invención de un idioma para decir lo imposible, las cucarachas adentro de los bombones. Las cartas de un hijo muerto, la reunión que desató la revolución cubana, los caminos seniles y divagaciones de un tal Lucas. Los almanaques donde se comentan avisos clasificados, los libros que se escriben pensando en el futuro, en los hijos, el sexo, las siglas, las clasificaciones, los personajes que apenas dicen alguna que otra palabra. Las muñecas rotas, los tripulantes de un barco que zarpa hacia ningún lado, los diarios de un tipo que anda por la ciudad, los exámenes mientras se acerca una tormenta innombrable. Un viejo boxeador molido a palos, el porteño que lo echan de París y que viene a la argentina a terminan su delirio en la morgue de un loquero. El amor, las autopistas, los viajes absurdos, el medio oriente, los astrolabios. El jazz, Falú, las treinta y cuatro puñaladas, Charlie Parker. La posibilidad de ser un ente verde y viscoso y de perder las llaves todo el tiempo, o de llamar a la noche pelirroja, o de pensar en voz alta sobre la toz de una señora alemana. Jugar a los palíndromos, sentarse una tarde de calor a enderezar clavos, ir en busca de un escritor italiano porque no hay otra cosa mejor que hacer. Sacar fotos de su propia muerte, o mirarla desde un proyector donde pasan imágenes de Latinoamérica vencida, aniquilada, llena de generales que venden pececitos de oro para inyectarse en la sangre. Contar los cigarrillos que quedan mientras vemos hundirse el barco irremediablemente en una fuente de no más de cuarenta centímetros, descubrir asesinos entre los coristas de música renacentista, observar atónito cómo las señoras del teatro se comen el cadáver del director de la orquesta, o hacer crecer orejas a los que escuchen a ese famoso arpista de trece dedos en cada mano. Extrañar la Cruz del Sur, recitar poemas de John Keats, sentir que han tomado la casa de la infancia, escribir poemas en papel de arroz. Tratar de escribir cómo es que hay algo, ahí, pero dónde, cómo; ver cómo las manos se expanden, o cómo uno se va licuando en el piso que camina. Hacer atentados que dañan a la conformidad mediocre en la que estamos hoy, aún, más inmersos; querer tanto a Glenda, darles charla a los linyeras, a los gatos, o a los teléfonos, que serían lo mismo. Jugar en el subte a que el amor es un juego, el subte es un juego, el universo es un juego de azar; ahorcarse con un pullover azul o llorar de tal o cual manera en los velorios. Saltar por el mundo como en otro juego, saber que el fuego es aquí y ahora el mismo que fue allá y antes, o acullá y mañana. Silbar un tango, tomar un mate de lata, leer su propia muerte en vivo y en directo, toparse de narices con su doble, transmutarse en un pez de acuario inerte y con patas, descubrir el fondo oscuro de la escuela, de noche, y así ir tejiendo un universo colmado, único, indispensable.
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