lunes, 3 de julio de 2023

Bloomsday patagónico un lejano 16 de junio.

Esquel parecía Dublín, entre la neblina, mis pasos sonando contra la escarcha, el cajero dándome vueltas mientras me saluda con su voz electrónica, no comente su clave personal con nadie, y los autos se arremolinaban más allá de la avenida Alvear, todo tan patagonia fotografiada que mejor otra cosa, como esa señora que comía unas medialunas en el bar, justamente, irlandés, y no sé por qué me la quedé mirando así con el frio que hacía en la calle, ah porque estaba apurado, tenía que comprar papel, A4, 2600 pesos, pero me detuve de todas maneras, quizá un microsegundo sólo para ver el tremendo parche que le tapaba un ojo, así que seguí pensando en cómo habrá sido, y enseguida lo olvidé todo porque una muchedumbre de autos ocupaba toda la avenida pero algo estaba mal,  no había razón por la cual avanzaran lentamente, como el mar a veces, cuando hay marea baja, lentos, un auto blanco, después al acercarse, claro, la corona, los veinte o treinta autos detrás, silenciosos, con lo difícil que ese calificativo resulta para adjetivar a un auto, a no ser que esté apagado, que más que silencioso parece muerto, y claro, el auto traía uno dentro suyo, el nombre no se entendía, quizá decía Pavón Clotilde, o algo así como si sonara a choclo, no sé o al menos eso era lo que parecía sonar más tarde, cuando el cortejo fúnebre pasó y la avenida se apestó de ruidos otra vez, como si al fondo de la calle dos monstruos con cabeza de doscientos perros y seiscientas patas galoparía a toda muerte, a todo fuego, sí, pero yo estaba apurado, no sé en qué iba pensando cuando entré a la escuela, donde un cartel decía que la escuela no es una isla, aunque una vez dentro de las oficinas de la dirección a mí me pareció que sí, mientras esperaba y las secretarias me traían mate y algunas galletitas, mientras contaban los cuentos del día y alguna canturreaba alguna canción, que parecía provenir de otra oficina, donde está la directora, y el tiempo que pasaba y en realidad nada pasaba, una isla, sí, y me fui acercando atraído por el canto y entonces entré, y ella empezó a hablar, y en su rostro había algo endemoniado, pero sutil, con una belleza que a la vez provocaba rechazo, pero la entrevista no terminaba más, la cosa era insoportable, incluso cuando volví a la puerta para dar por concluida la sesión, que pareció durar diez años, ella me siguió hablando, y el tiempo que era infinito, daba esa sensación, hasta que vino otra persona y pude escaparme, salir corriendo de la escuela, para encontrarme con mi gran amigo Osky en la puerta, a quien pude contarle mis densas y tristes correrías por los intersticios laberínticos de la escuela, y como andaba en auto me alcanzó hasta mi casa, mientras le contaba de la mujer con un solo ojo en el café, del doble monstruo que vive en la avenida Alvear, de la escuela como una isla llena de animales mitológicos, cantos de sirena, súcubos que no te dejan ir, y al fin él me dejó en casa, sí, la vuelta al fin, al lugar que produce la nostalgia, y ella que justamente estaba destejiendo unos escarpines, las mascotas, mi perro guardián, mi propia isla, mi lugar, y le dije, ante su indiferencia casi total, ocupada en destejer y destejer para volver a tejer, seguramente, pareciera que me fui hace veinte años, que anduve en la guerra, que naufragué en el mar, o que escribí un libro de ochocientas páginas que los críticos van a tardar doscientos años en descifrar completamente, pero ella estaba en otro lado, a todo lo que yo decía ella respondía, “Sí”, y seguía con la cabeza quién sabe en qué lugar, “Sí”, decía, “Sí, sí”.

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