Esquel parecía Dublín, entre la
neblina, mis pasos sonando contra la escarcha, el cajero dándome vueltas
mientras me saluda con su voz electrónica, no
comente su clave personal con nadie, y los autos se arremolinaban más allá
de la avenida Alvear, todo tan patagonia fotografiada que mejor
otra cosa, como esa señora que comía unas medialunas en el bar, justamente,
irlandés, y no sé por qué me la quedé mirando así con el frio que hacía en la
calle, ah porque estaba apurado, tenía que comprar papel, A4, 2600 pesos, pero me
detuve de todas maneras, quizá un microsegundo sólo para ver el tremendo parche
que le tapaba un ojo, así que seguí pensando en cómo habrá sido, y enseguida lo
olvidé todo porque una muchedumbre de autos ocupaba toda la avenida pero algo
estaba mal, no había razón por la cual
avanzaran lentamente, como el mar a veces, cuando hay marea baja, lentos, un
auto blanco, después al acercarse, claro, la corona, los veinte o treinta autos
detrás, silenciosos, con lo difícil que ese calificativo resulta para adjetivar
a un auto, a no ser que esté apagado, que más que silencioso parece muerto, y
claro, el auto traía uno dentro suyo, el nombre no se entendía, quizá decía
Pavón Clotilde, o algo así como si sonara a choclo, no sé o al menos
eso era lo que parecía sonar más tarde, cuando el cortejo fúnebre pasó y la
avenida se apestó de ruidos otra vez, como si al fondo de la calle dos
monstruos con cabeza de doscientos perros y seiscientas patas galoparía a toda
muerte, a todo fuego, sí, pero yo estaba apurado, no sé en qué iba pensando
cuando entré a la escuela, donde un cartel decía que la escuela no es una isla, aunque una vez dentro de las oficinas de
la dirección a mí me pareció que sí, mientras esperaba y las secretarias me
traían mate y algunas galletitas, mientras contaban los cuentos del día y
alguna canturreaba alguna canción, que parecía provenir de otra oficina, donde
está la directora, y el tiempo que pasaba y en realidad nada pasaba, una isla,
sí, y me fui acercando atraído por el canto y entonces entré, y ella empezó
a hablar, y en su rostro había algo endemoniado, pero sutil, con una belleza
que a la vez provocaba rechazo, pero la entrevista no terminaba más, la cosa
era insoportable, incluso cuando volví a la puerta para dar por concluida la
sesión, que pareció durar diez años, ella me siguió hablando, y el tiempo que
era infinito, daba esa sensación, hasta que vino otra persona y pude escaparme,
salir corriendo de la escuela, para encontrarme con mi gran amigo Osky en la
puerta, a quien pude contarle mis densas y tristes correrías por los
intersticios laberínticos de la escuela, y como andaba en auto me alcanzó hasta
mi casa, mientras le contaba de la mujer con un solo ojo en el café, del doble
monstruo que vive en la avenida Alvear, de la escuela como una isla llena de
animales mitológicos, cantos de sirena, súcubos que no te dejan ir, y al fin
él me dejó en casa, sí, la vuelta al fin, al lugar que produce la nostalgia, y ella que justamente estaba destejiendo unos escarpines, las mascotas, mi perro
guardián, mi propia isla, mi lugar, y le dije, ante su indiferencia casi total, ocupada en destejer y destejer para volver a tejer, seguramente,
pareciera que me fui hace veinte años, que anduve en la guerra, que naufragué
en el mar, o que escribí un libro de ochocientas páginas que los críticos van a
tardar doscientos años en descifrar completamente, pero ella estaba en otro
lado, a todo lo que yo decía ella respondía, “Sí”, y seguía con la cabeza quién
sabe en qué lugar, “Sí”, decía, “Sí, sí”.
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