Usted pensó que la capacidad de leer mucho era lo suyo: habías leído libros enormes, grandiosos, esos que se pesan por kilo, como el de Musil, el de Laiseca, Proust, Joyce. Usted creyó que si era capaz de leer todo eso, no tenía límites, pero, parece, que hasta acá llegó: ese texto fue demasiado, dijo ese día, y cerró el libro para siempre.
Piensa usted ahora que alguna vez le pasó lo mismo con La novela luminosa, de Levrero, pero que una especie de culpa lo envolvió de repente y tuvo que seguir: leyendo como el viejo descargaba porno por la red o sus lentas y delicadas observaciones sobre una paloma muerta en el techo del vecino. Plumas secas volaron varios días seguidos por esa lectura. También le pasó con Laiseca. Agarró Los Sorias con sus dos manos, le midió el peso, lo hojeó muy por arriba, y se hundió en su universo infinito y agotador, sobre todo por tener que sostener ese bodoque de unos tres kilos a la altura de los ojos (nota mental, te dijiste: leerlo en el escritorio y no en la cama. Nunca lo cumpliste). Luego de sus interminables páginas de sexo con cadáveres, o linyeras y crotos imitando una ópera de Wagner, de su delirancia excéntrica y profusa, de sus lógicas imposibles y la deformidad plomiza de semejante armatoste de papel (para este sólo ejemplar, pensaste, deben haber talado un cuarto de hectárea de bosque), casi que te diste por vencido, pero no, insististe, sin pasar una sola página por alto, ni un solo párrafo, cumpliste el mandato: leer todo, hasta la palabra fin, y lo hiciste.
Otro día, llovía, era junio, y por fin sacaste de la biblioteca de libros pendientes, otro mamotreto: Ulises. Lo miraste, leíste la contratapa, te salteaste la introducción de unas setenta páginas y comenzaste a leer. Apenas si movías tus dedos al pasar las páginas, una detrás de otra. Estuviste doce horas así. Cuando te diste cuenta, el estómago te gritaba de hambre, y el cuerpo se había endurecido por la pésima posición que tenías sobre ese sillón viejo. Ni siquiera fuiste al baño en todo ese tiempo. Con la mirada en el aire, con ese silencio hueco que hay en las casas vacías, en los departamentos de jóvenes solteros y sin apuro, te diste una ducha, comiste un sándwich de queso, preparaste un mate y te volviste a sentar en el sillón otras seis o siete horas hasta que el libro se te cayó de las manos cuando te quedaste dormido, en una pésima posición, en ese viejo sillón que encontraste en una casa de venta de usados, y que había sido de un tipo que se voló los sesos frente al Monumento a la Bandera.
Libros para devorar, para comérselos. Recordaste que algo así te pasó con el Martín Fierro y La Patria Fusilada, por ejemplo, y Ficciones, Rayuela, El Eternauta. Sándwiches de libros. Sopa de libros. Asado de libros. Todo leías, tenías casi una técnica insuperable. Medías la velocidad, la cantidad de páginas por hora, por minuto, las palabras por segundo.
Te convertiste en un lector voraz, ilimitado: leías el periódico entero. Empezabas por el título y terminabas con las necrológicas. Leías las letras chicas, hasta las firmas de las cartas de lectores, las propagandas, el horóscopo, la breve viñeta del final. Las páginas de deporte, los puntos en las tablas de todos los torneos de futbol, de básquet, de vóley, de todas las ligas, del interior, del Chaco, de Tierra del fuego: leías los promedios, los puntajes de los jugadores, los goles a favor, en contra, las tarjetas amarillas, los minutos en que se hicieron todos los goles.
Leías todo, insaciable: los carteles de la panamericana, los de los nombres de las calles, los de las ofertas en las tiendas de corpiños para señoras y señoritas, leías los papelitos que encontrabas tirados en la vereda, los libros de lectura de primer grado, la parte de atrás los boletos del colectivo, que traían a veces frases de Gandhi, o de Samuel Johnson. Leías las enciclopedias, los clásicos, las multas por mal estacionamiento. Leías los menús de los restaurantes, leías las guías telefónicas, los libros de Osvaldo Bayer, las entrevistas de George Perec. Los folletos turísticos, los mapas de Bratislava, los tatuajes en la piel de las putas de la calle Mitre.
Con semejante ejercicio, creíste que esto era pelito pa’ la vieja, papita pal loro, un punto más para el obituario literario de libros digeridos a mil por hora. Pero no: en cierto momento no te dio para más. A cada santo le llega su San Martín. O a cada cerdo, ya no sé, la cosa es que no pudiste seguir: se pudrió todo con ese libro de mierda que al final no sabés, a esta altura, para qué gastaste la poca plata que tenías en el bolsillo. No hubo forma: sentado en el sillón, con mate, con whisky, con cerveza: lo leíste viajando, haciendo dedo en la ruta a Iguazú, o el 129 negro al barrio Alvear. Mientras tomabas sol, mientras hacías el amor, mientras tocabas timbres y salías corriendo: lo leíste adentro de la pecera, en la terraza del vecino de Levrero, ahí, junto a la paloma muerta, la paloma que las plumas se las iba llevando el viento lenta pero firme y definitivamente hacia ningún lugar preciso, leíste ahí, tirado sobre el pavimento, en las plazas públicas, mirando al Rio Negro, recordando que hoy es el aniversario del Sputnik, o que deberías ir a visitar a tu tío al cementerio. Lo leíste en todas partes, bajo el cielo azul de una tarde de noviembre, o al anochecer helado de esos días de abril donde uno suele dar todo por terminado, por finalizado, y a uno le da ganas de ir a dormir como se van los osos o las tortugas, todo, pero todo todito, el invierno, claro que sí.
Pero no hubo caso. Era siempre volver a cero. Ese libro parecía que se leía para atrás. No había manera. Mientras tanto ahora, que ya temblás de rabia y de bronca, que ya estás zapateando porque el librero amigo te metió flor de curro con ese mamotreto insoportable insostenible inadmisible insuperable en el asco y el aburrimiento que te dio el tratar de leerlo, como si fuese la última vez que uno se sienta en serio, pero de verdad, a leer para dar finalmente por cerrado esa era, ese ciclo que pregona la apertura de cualquier libro.
Usted sabía, sí, que allá, en el fondo oscuro que existe detrás de tus ojos, preveías este momento, sí, lo sabías, claro. A fin de cuentas, el acto de leer no se ejerce por obligación, y vos parecías un condenado que, finalmente, había conseguido la horrible libertad de escapar de esa cárcel de palabras impresas.