jueves, 16 de mayo de 2024

Un lector terrestre leyendo “Noche cerrada, mar abierto”, de Juan Bautista Duizeide.

 

Nada vuelve, irse es todo. 

Nocturna

 

Acercarse a este libro de Duizeide puede ser complejo: el autor es un hombre de aguas abiertas, sé que alterna entre el río y el mar sin mayores complicaciones; mientras que nosotros somos lectores terrestres, y solemos creer que la tierra firme es el único lugar posible. Entonces uno lee esta serie de cuentos un poco mareado, mirando fijo algún lugar del horizonte para no perder el equilibrio, con el olor a sal imaginaria que debería tener el mar. Además uno está obligado a leer apelando a sus propios recuerdos: la foto familiar apenas mojando las patas en punta Mogotes, la pobre idea que se tiene de algún mascarón de proa oxidado colgando como decoración en un bar, la costilla de una ballena haciendo de portada en una casa que vi una vez en Puerto Madryn, y cosas así. También hay que utilizar los datos marítimos que hemos ido acumulando en nuestra vida terrestre: habrá que pensar en Melville, revisar lo leído sobre el regreso de Ulises a Ítaca, recordar algo sobre el viejo del clásico de Hemingway, o en el hundimiento del Belgrano. Incluso y por qué no, en Popeye el marino y el Capitán Piluso, entre algunos otros, aunque no tantos, para recrear, sacándole punta a todo el bagaje de nuestro pobre pasado “marítimo”, mientras leemos sobre los personajes y los ambientes del libro.

Uno avanza en la lectura feliz, pero triste. Es decir, la felicidad de leer cómo los cuentos navegan (valga la metáfora) en una dinámica absolutamente marítima, sentir el aroma de algas podridas en el aire de estos textos sabiendo que nunca jamás ese olor nos sorprenderá en esta tierra firme donde vivimos. Por otro lado, uno va sintiendo el gusto amargo en esta contradicción: el territorio de nuestro país se compone de casi dos terceras partes de agua de mar, y, sin embargo, sin embargo, acá estamos, tercamente aferrados a nuestra tierra firme. Entonces la primera idea es esta: casi que somos extranjeros en nuestro propio país. La tierrita firme bajo nuestros pies es básicamente una falacia. Y ahí se queda flotando la pregunta sobre qué tragedia (que parece perpetua) hace que seamos el país de las vacas y no el país de los barcos.

Por otro lado, puedo decir lo mismo que sentí con un personaje de Haroldo Conti, y justamente con uno que no tiene que ver con el río, el agua: leemos a Duizeide, a sus personajes e historias, como se lee la historia de Basilio Argimón y su hermosa máquina voladora. Leemos a Basilio volar por las pampas, pero (maldición) tenemos nuestros pies infinitamente clavados en la tierra.

Somos unos tristes terrícolas, leyendo este tremendo libro. Es esa condición la que nos deja boquiabiertos mientras los personajes nombran cada uno de los faros que orillan el sur del mundo, rezan los nombres sagrados de los barcos, o rememoran tormentas dignas de la ira de Poseidón.

Nuestra condición de lectores terrestres, si tiene algo bueno, es que los textos no pueden sino fascinarnos, llevándonos a navegar, a sentir que en el tramo entre Punta Negra y Punta Carballido el tiempo es infinito, o a bucear en los alrededores de la vida del Capitán Gonzaga llegando al hueso de lo que significa contar: "Y yo mismo me asombro de algo furtivo que late en las palabras, mucho más poderoso que la aventura, mucho más desolador que la pérdida, algo como un hambre, como una huella que me es imposible descifrar".

Y es justamente ahí, en las palabras, las palabras latiendo, las palabras creando una realidad furtiva, nocturna, pero viva, real. No puedo sino más que transcribir algunos de los nudos que hay en este texto, en este tejido, sí, donde uno pasa fondeando los bordes del lenguaje:  

malecones - enramadas - cevicherías - quilombos - estibadores - marineros - foguistas - pilotos - tripulación - bodegas - puertos - patacho - espigón - petreles - la planchada - camarote - ojo de buey - garete - cartas náuticas - amarres - toninas - singladura - vuelta encontrada - raschines - portalón - calima - dársenas - binoculares - proa - popa - babor - estribor - recaladas - corbeta - maringotes - millas náuticas - fondeadero - el escobén - el práctico - abarloarse - barlovento  - la estropada - as de guía - ballestrinque - escolleras - rada - remolcadores - pailebote - sudestada.

 

Esas palabras, sí, como una red para pescar lectores terrestres, sí, y los nombres, que todo lo llenan, nombres de barcos y de lugares donde los relatos se transforman, toman vida:

Pontón recalada - Presidente Perón - Faro Quequén - Punta Quilla - La Guaira - Puerto Limón - Valparaíso - Rio Santiago - Guaite - El Rincón - Golfo San Jorge - Caleta Olivia - Faro Querandí - Caleta Córdova - Comodoro - Alpargatas sí - Cerro Chenque - Lobería - Ranquel - Star of Cairo - Picketty Witch - Montepasubio - Chaco - Mariona Goulandris - Abanderada de los humildes - Polly Brown II - el Constante - Pegaso.

 

La noche, las palabras, lo oscuro, el agua, los ritmos. Mucho mar, pero también algo de las dulces aguas de Haroldo Conti, claro que “Sudeste”, y Juan José Saer, “Nadie, nada, nunca”, o el que quieras, pero siempre Melville, otra vez sobre agua marítima en “Las Encantadas”, sí.

No puedo más que agradecer por este libro, porque, de alguna manera, ha ayudado a que mis pies se metan, con seguridad, en las profundas y saladas aguas de nuestro país.

 

“Noche cerrada, mar abierto”, J. B. Duizeide, editorial Leteo, 2017

 

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