domingo, 10 de noviembre de 2013

De la verdadera transparencia de los vidrios (IV)

Ayer descubrí que un día me vas a dejar. No mañana, ni pasado: un día. Hoy me la pasé mirando como el espiral para los mosquitos se consumía a sí mismo, segundo a segundo, hasta que la brasa llegó al medio para, sencillamente, desaparecer. Después vi como las agujas del reloj marcaban el paso del tiempo. Parecían querer detenerse, cada vez más lentas. Podría jurar, si de algo sirviera, que por un momento se detuvieron. Lo hicieron, sí: puedo jurarlo. El tiempo fue, en esos momentos, otra cosa, algo más bien viscoso, algo que destruía cualquier otro parámetro. Se consumía a sí mismo, como el espiral. De pronto era una pausa y las cosas eran incapaces de movimiento. Ese segundo infernalmente largo, sin embargo, pasó: retomaron su vida los objetos, las volutas de mi cigarrillo ascendieron nuevamente una tras otra, el aleteo del pájaro que se veía por la ventana volvió a borronear sus alas, el reloj recuperó su ritmo de metrónomo.

El tiempo regresó a su vieja costumbre de arrasarlo todo, y yo sentí, vagamente, que ya no lo haría conmigo. Es raro de escribir, pero no encuentro mejor salida. Muchos ya lo escribieron, yo no haré más que apretujar palabras en esta hoja, o sea: me sumaré a la inaudita montaña de toneladas de papel escrito para nada, para nadie, siquiera para mi mismo: ¿qué placer puede darme escribir sobre la certeza de que un día te vas a ir?

Será, pienso, que al escribirlo desempolvo un poco la soledad, allá, donde la había dejado olvidada. No lo sé; yo sólo sé esto: que un día te vas a ir, y que el tiempo no quería pasar hoy.

Pero vuelvo a esa extraña sensación de no estar en el tiempo, es decir, de no ser en él, quizás de ser él. O no, no. Quién sabe. Creo que el tiempo va a seguir con su tejemaneje, y que otro día de esos susurrará  sutilmente a mis oídos, y la cosa volverá a suceder: el lento congelamiento del humo de mi cigarrillo hasta aquietarse, el ralentando del tic-tac del reloj hasta parar, el pájaro, dejándome ver la forma exacta de sus alas en vuelo, clavado en el aire como esas raras mariposas de coleccionistas.

Y yo estaré ahí, con el horrible privilegio del que observa, impotente, una catástrofe. Los segundos se alargarán hasta mucho después que te hayas ido, y luego, quizá sí, el tiempo me retome, me asuma nuevamente  a su velocidad de pájaros y agujas de reloj, me condene a su repetida necedad numérica de días, semanas, primaveras e inviernos.

Lo hará, sin duda, ya que lo suyo consiste en llevarme eficazmente hacia la muerte. Al menos lo que sé, como si sirviera de algo, como si rematara este texto, es que me empujará hacia ella sólo, es decir, sin vos, pero sin duda con tu nombre, amor, recostado bajo mis párpados. 

sábado, 2 de noviembre de 2013

De la verdadera transparencia de los vidrios (III)

El problema es el Tiempo, claro. Cada palabra sale como en un vómito de alcoholes varios, ceniza de cigarrillos y el desorden general de las noches tiradas al piso en las que suelo caer cada tres por dos. Los climas nunca fueron mi especialidad ni mi interés, pero vale decir que afuera llueve y, adentro, también.
Pero el problema, sí, es el Tiempo. Y no hay otra manera de escribirlo que no sea con mayúscula.
No hay tormenta que valga la pena, salvo las del recuerdo. Sentir la que se aproxima, la inminencia, como una premonición. Es sabido que las tormentas gustan a los animales y a los niños: jugar en patas, en cuero, por los charcos de la vereda. Embarrarse.
Pero todo eso ya no existe, y yo tampoco. Sólo soy la conjetura posible de un remoto descendiente: alguien que frenará en seco un día, impávido, pensando en que su sangre viene recorriendo los siglos increíblemente para llegar a él. Sentirá en sus venas el vertiginoso río de gente que, por lo bajo, en las sombras de la historia, lo transita. La galería de rostros desfigurándose hacia atrás hasta disolverse en rastros familiares cada vez más invisibles. La misma galería vaciada, hacia adelante, el futuro. Sentirá que no es dueño siquiera de su propia sangre y eso lo hará sentir feliz.
Soy una de las sombras de ese río que se pierde en el pasado, por suerte, pienso, entre el desorden general del estar vivo, ya, ahora.

sábado, 12 de octubre de 2013

Breve nota mental sobre los "clásicos" y J.D. Salinger




El sábado pasado murió J.D. Salinger. Recorro los diarios por internet, me agota la profusión de notas sobre el escritor. Leo alguna, en Página/12, de Rodrigo Fresán y otros. Me canso rápido. Pensaba que lo mismo me había pasado cuando leí “The cátcher in the Rye”. Me aburría de a ratos. Hoy pensaba que un libro se debería llamar "clásico" cuando el lector pueda leerlo prescindiendo del momento histórico en que fue escrito. Yo leí Salinger teniendo que forzar a mi cabeza en los años cincuenta, donde escribir una malapalabra era una revolución. Por esto, no veo en Salinger lo que muchos ven: un "clásico" elevado a la novena potencia.  Más interesante es el tema de la traducción y de las diferentes interpretaciones que se le dieron al título de ésta novela, según su traducción al castellano (ver sobre esto en http://literatrofia.blogspot.com.ar/2009/04/j-d-salinger-el-cazador-oculto-o-mas.html)

Sigo creyendo que un clásico se lee prescindiendo de su época, que sus anacronismos pasan desapercibidos, o no hacen ruidos en el lector. Para leer “La Ilíada” o la "Odisea" no hace falta pensar el mundo como Homero. Se lee, se deja leer. El Quijote posee esta misma característica, salvo el agravante del idioma. Su español casi medieval te recuerda todo el tiempo que la novela tiene cuatrocientos años. Pero una vez superada esta barrera, cuando uno entra en el juego de seguir a un hermoso demente por los campos áridos de España, la novela se vuelve , sí, un "clásico", se deja leer, lo obliga a uno a leerla. Lo mismo se puede decir de Shakespeare. Quizá Borges se convierta en un clásico. Pero no creo que Salinger. Uno ve que el tiempo ha pasado, que un adolescente actual vería a Holden Caulfield como un ñoño.
De más está decir que la novela, en todo caso, me gustó, y me hizo acordar a "La senda del perdedor" (y su sugerente título en inglés: "Ham on Rye" ) , de Charles Bukowski.
Me gustaron mucho más los “Nueve Cuentos”.
01/02/2010

lunes, 29 de julio de 2013

Diario para un libro, de Alberto Girri (selección)


 

Escribir. Examinar, mínimamente, aspectos de la propia vida. A qué conduce ese paciente recoger minucias; un solo instante de iluminación debiera bastarnos. Darnos cuenta que recorremos lo probado ya por incontables generaciones. Darnos cuenta. Pero entenderlos racionalmente no sirve demasiado. El que no está dispuesto a admitir que toma el riesgo de dejar alguna vez de escribir para siempre que no continúe haciéndolo.

 

El creador legítimo tiende a ponerse a un costado de lo creado.

 

El que quiere crear, crea; el que se resiste a crear cede su puesto, colabora para que el otro lo haga; el que se abstiene de crear lo que ambiciona, logra que los demás, aliviados, lo juzguen generoso.

 

La voluntad de crear opera como un movimiento. Por ese movimiento, el que crea penetra en un lugar de sí mismo donde ya no pedirá ni rehusará nada.

 

Creador o esencia, creado o forma. Cuando ambos se equilibran, habrá nacido una imagen, modelo que por igual nos ayudará a soportar una pena insoluble o un prolongado bienestar.

 

Creador. La etapa en la que el creador de literatura empieza a colmarse de sí mismo, de opiniones, prejuicios, obstinación, egoísmo. Percibe que el caudal mayor de trabajo consagrado a un poema, cuento o novela, tenía por objeto disimular que lo creado pareciera un poema, un cuento, etcétera.

 

La relación (mirada) que los otros tienen con uno como reflejo de la relación (mirada) que uno tiene consigo mismo.

 

El estilo ama ocultarse. La estilización, mostrarse.

 

Camino de precisión: la antítesis.

 

Ninguna contradicción entre objeto real e imagen. Todo es nombres, lenguaje.

 

Perdido en el medio de las palabras. Intentando suprimirlas en vez de acallarlas.

 

Probable mérito: Tomar el toro por las astas. El paradojal anticonvencionalismo de no purgar a los poemas de literatura. La encomiable candidez de hacer literatura con literatura.

 

 

En "Alberto Girri, Poemas selectos", "Diario para un libro" 1972. Edit. Corregidor - 2010

domingo, 28 de julio de 2013

De la verdadera transparencia de los vidrios (II)

Ahora no tengo nada que escribir y estoy harto de escribir sobre no tener nada que  escribir. Por eso ahora escribo sobre lo cansado que estoy de escribir que no tengo nada que escribir. Creo que también escribí esto alguna vez.

 

Un hombre que camina mirando al sur de pronto tropieza contra el límite del mundo y éste le horroriza y su vista se vuelve un vapor con el que te extraño.    

 

Una historia paralela a la de Juan Salvo, una leve historia de otros sobrevivientes donde, de manera casual el Eternauta pase fugazmente, como de perfil, haciendo solo un comentario sin importancia.

 

Usted se parece a mí por donde se lo mire, le dijo, aterrado y en voz baja, al espejo.


Era de tarde y seguíamos atados jugando a que nos escondíamos y siempre juntos y cuando el día se iba apagando era vernos de cerca y tocarnos descubriendo un mundo imposible y prohibido y la fragancia del calor emanaba como el aire contra las flores.

 

Oído imposiblemente por ahí: gracioso como cuento de Felisberto Hernández.


Otoño de 2008

miércoles, 22 de mayo de 2013

Notas sobre Moby Dick.





Viendo “Moby Dick”, en canal TCM. Filmada en 1956, dirigida por John Huston, con guión de Ray Bradbury. Gregory Peck es Ahab, Richard Basehart, Ismael. Parece que trabaja Orson Wells.
La película empieza con la misma frase del libro: Pueden ustedes llamarme Ismael. Como si la historia de la caza de la ballena quedara en segundo plano en relación a la escritura del texto. Como me pasó con Bolaño, en Melville se nota una profunda pasión por escribir. Todo se desborda hacia lo escrito, uno se da cuenta, con cierta envidia, que el escritor se vaporizaba de placer en el acto en que escribía. Escritura orgásmica.
Ahora llega a la habitación de Ismael, poniendo unas cabezas encogidas sobre el hogar de la leña y amenazándolo con un hacha, Queequeg. El actor se parece al personaje que uno tiene en la memoria: calvo, con una cola de caballos que le sale desde el centro del cráneo, los tatuajes profusos, múltiples, en los brazos, la cara, la espalda. Cierta cosa homosexual con Ismael. New Bedford. Me pregunto si será un lugar real. Referencias obligadas a Jonás. ¿Será Wells el predicador que recuerda esa historia bíblica desde un púlpito que es en realidad la proa de un barco? Parece que sí. Queequeg y la teoría del buen salvaje puesta en escena. Pipa de la paz y a la mar. Aparece el capitán Peleg y Bildad. El barco se llama Pequod: pecado. Referencia al nombre Ahab: ¿un rey malvado que los perros, una vez muerto, lamieron su sangre? ¿Ahab era un apodo? Ismael consigue una paga de 300ava partes del botín total. No parece un gran negocio. El loco que anticipa la historia: Elías. Referencia bíblica. Canciones de marineros que zarpan. Debían ser comunes estos cantos. Como en “El holandés errante”, de Wagner. Un mascarón de proa que se parece a Queequeg.  En el libro, las primeras páginas, quizá el mejor comienzo jamás escrito. La referencia a Catón pasa de largo, así como cierto tono absolutamente cínico de escaparse hacia el mar. Ahab no sale. Otra descripción genial en el libro. A la altura del escudo de Aquiles. En la película, tutti de orquesta. Pierna postiza hecha de hueso de cachalote. Música alocada, exaltación general a base de tragos de ron. Moby Dick como un mito de marineros borrachos y malolientes. La rareza de lo blanco como algo maligno.
En la película, algunos efectos especiales bastante pobres. Esta bien que la película tiene más de cincuenta años. Es una suerte que sea a color. El mar rojo de sangre. En el libro, descripciones detalladas de las partes de los cetáceos, de los productos que se obtienen, de las diferentes formas de cazarlas y desollarlas. Starbuck, Stubb, Pip, Flask. Leviatán, Timor Tom, Jack, Morquan. Mapas, cartografías, un compás, arpones afilados, sogas. La libertad del vigía, arriba del mástil, con el horizonte ilimitado. Escenas que se repiten. Hombre al agua: mal agüero. El futuro en los huesos, según Queequeg. Su propio ataúd anticipado. Cetología. Motín. La espera.
En el libro, el tipo que se cae dentro de la cabeza de la ballena, al querer sacar el ámbar. Encuentros con otros barcos. La pelea de Ahab con Dios, así, con mayúsculas. El dios del antiguo testamento: rayos y truenos, tormentas bíblicas. Arpones templados en sangre con alto porcentaje de ron. Tormenta sobre el mar. ¿El fuego de San Telmo? ¿Qué era eso? Recapitulación de Ahab, su vida, su venganza, sus secretos. ¿Ahab es Ahab? El guión de Ray Bradbury por momentos es literal. Saca frases completas. “La sinfonía” o cómo se debe rematar perfectamente un relato. Encuentro con la ballena, final con muerte y un cajón que flota con Ismael encima. Un gran dios blanco, dice Pip. La predicción de Elías se cumple.

2010