sábado, 2 de noviembre de 2013

De la verdadera transparencia de los vidrios (III)

El problema es el Tiempo, claro. Cada palabra sale como en un vómito de alcoholes varios, ceniza de cigarrillos y el desorden general de las noches tiradas al piso en las que suelo caer cada tres por dos. Los climas nunca fueron mi especialidad ni mi interés, pero vale decir que afuera llueve y, adentro, también.
Pero el problema, sí, es el Tiempo. Y no hay otra manera de escribirlo que no sea con mayúscula.
No hay tormenta que valga la pena, salvo las del recuerdo. Sentir la que se aproxima, la inminencia, como una premonición. Es sabido que las tormentas gustan a los animales y a los niños: jugar en patas, en cuero, por los charcos de la vereda. Embarrarse.
Pero todo eso ya no existe, y yo tampoco. Sólo soy la conjetura posible de un remoto descendiente: alguien que frenará en seco un día, impávido, pensando en que su sangre viene recorriendo los siglos increíblemente para llegar a él. Sentirá en sus venas el vertiginoso río de gente que, por lo bajo, en las sombras de la historia, lo transita. La galería de rostros desfigurándose hacia atrás hasta disolverse en rastros familiares cada vez más invisibles. La misma galería vaciada, hacia adelante, el futuro. Sentirá que no es dueño siquiera de su propia sangre y eso lo hará sentir feliz.
Soy una de las sombras de ese río que se pierde en el pasado, por suerte, pienso, entre el desorden general del estar vivo, ya, ahora.

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