miércoles, 22 de mayo de 2013

Notas sobre Moby Dick.





Viendo “Moby Dick”, en canal TCM. Filmada en 1956, dirigida por John Huston, con guión de Ray Bradbury. Gregory Peck es Ahab, Richard Basehart, Ismael. Parece que trabaja Orson Wells.
La película empieza con la misma frase del libro: Pueden ustedes llamarme Ismael. Como si la historia de la caza de la ballena quedara en segundo plano en relación a la escritura del texto. Como me pasó con Bolaño, en Melville se nota una profunda pasión por escribir. Todo se desborda hacia lo escrito, uno se da cuenta, con cierta envidia, que el escritor se vaporizaba de placer en el acto en que escribía. Escritura orgásmica.
Ahora llega a la habitación de Ismael, poniendo unas cabezas encogidas sobre el hogar de la leña y amenazándolo con un hacha, Queequeg. El actor se parece al personaje que uno tiene en la memoria: calvo, con una cola de caballos que le sale desde el centro del cráneo, los tatuajes profusos, múltiples, en los brazos, la cara, la espalda. Cierta cosa homosexual con Ismael. New Bedford. Me pregunto si será un lugar real. Referencias obligadas a Jonás. ¿Será Wells el predicador que recuerda esa historia bíblica desde un púlpito que es en realidad la proa de un barco? Parece que sí. Queequeg y la teoría del buen salvaje puesta en escena. Pipa de la paz y a la mar. Aparece el capitán Peleg y Bildad. El barco se llama Pequod: pecado. Referencia al nombre Ahab: ¿un rey malvado que los perros, una vez muerto, lamieron su sangre? ¿Ahab era un apodo? Ismael consigue una paga de 300ava partes del botín total. No parece un gran negocio. El loco que anticipa la historia: Elías. Referencia bíblica. Canciones de marineros que zarpan. Debían ser comunes estos cantos. Como en “El holandés errante”, de Wagner. Un mascarón de proa que se parece a Queequeg.  En el libro, las primeras páginas, quizá el mejor comienzo jamás escrito. La referencia a Catón pasa de largo, así como cierto tono absolutamente cínico de escaparse hacia el mar. Ahab no sale. Otra descripción genial en el libro. A la altura del escudo de Aquiles. En la película, tutti de orquesta. Pierna postiza hecha de hueso de cachalote. Música alocada, exaltación general a base de tragos de ron. Moby Dick como un mito de marineros borrachos y malolientes. La rareza de lo blanco como algo maligno.
En la película, algunos efectos especiales bastante pobres. Esta bien que la película tiene más de cincuenta años. Es una suerte que sea a color. El mar rojo de sangre. En el libro, descripciones detalladas de las partes de los cetáceos, de los productos que se obtienen, de las diferentes formas de cazarlas y desollarlas. Starbuck, Stubb, Pip, Flask. Leviatán, Timor Tom, Jack, Morquan. Mapas, cartografías, un compás, arpones afilados, sogas. La libertad del vigía, arriba del mástil, con el horizonte ilimitado. Escenas que se repiten. Hombre al agua: mal agüero. El futuro en los huesos, según Queequeg. Su propio ataúd anticipado. Cetología. Motín. La espera.
En el libro, el tipo que se cae dentro de la cabeza de la ballena, al querer sacar el ámbar. Encuentros con otros barcos. La pelea de Ahab con Dios, así, con mayúsculas. El dios del antiguo testamento: rayos y truenos, tormentas bíblicas. Arpones templados en sangre con alto porcentaje de ron. Tormenta sobre el mar. ¿El fuego de San Telmo? ¿Qué era eso? Recapitulación de Ahab, su vida, su venganza, sus secretos. ¿Ahab es Ahab? El guión de Ray Bradbury por momentos es literal. Saca frases completas. “La sinfonía” o cómo se debe rematar perfectamente un relato. Encuentro con la ballena, final con muerte y un cajón que flota con Ismael encima. Un gran dios blanco, dice Pip. La predicción de Elías se cumple.

2010

miércoles, 1 de mayo de 2013

De la verdadera transparencia de los vidrios (I)


En general esto debería tratar de ser algunos escritos sobre la nada, por ejemplo, del café amontonado en un costado del colador, esa lámina opaca de polvo constante sobre el piso de la casa, o los chiqueros de un cenicero vaciado en un plato de fideos.
 
Los vidrios de la casa se ensucian solos, sin pedir permiso. No hay caso, los lavo, los seco, y ahí están de nuevo las manchas. Esto me hace dudar de la verdadera transparencia de los vidrios.
 
Una nena en una calesita, silenciosa, bajo un sol neutro de las once de la mañana, miraba las hojas secas arremolinadas en el piso. Su nariz sangraba.



La chica de la estación de servicio tiene cara de que un novio inaudito e inhóspito le ha clavado un puñal envenenado con resentimiento del más puro.

 
Pasa una nube con forma de qué. Lo único que sé es que eso no se repetirá, nunca. Y el viento mueve arrítmicamente los palos secos que cuelgan de los árboles. Sé también que esos movimientos son únicos, y siempre distintos. Parece que Heráclito tiene razón en todo, pero me pregunto si eso lo hacía feliz.




Otoño de 2008