jueves, 19 de marzo de 2015

Ulises Dumont.


Ayer me di cuenta que se puede escribir una novela pensando en Ulises Dumont*. No, no: ayer entendí, como un relámpago, una luz cegadora, que tenía que escribir una novela en la cual Ulises Dumont participe de alguna forma. No, tampoco; a ver: anoche, viendo una película en la que trabaja Ulises Dumont, sentí que lo próximo que debía escribir tendría que ver con él, como un personaje más; o como alguien, que de muchas maneras debía estar presente en mis textos. Tampoco así, no. Era de noche, tarde. Afuera hacía frío; adentro, estaba tirado en el sofá haciendo zaping. De repente una señora vestida de Blanca Nieves ve que uno de sus enanos saca una verga tremenda, quizá del mismo tamaño que lo que mide él. Blanca Nieves finge una sorpresa pícara, digamos. Por una escalera viene bajando Ulises Dumont, sí, con su increíble y espectral rostro; su cara de qué hago yo en este puto mundo de mierda, su cara de este mundo de mierda no tiene arreglo, su cara de todos nos vamos yendo ineluctablemente a la mismísima mierda.

Se detiene, asoma su rostro por un agujero en la pared y mira la escena de Blanca Puta Nieves con el enano. Ulises Dumont suda, se relame invisiblemente. Se ven sus papilas gustativas trabajando como nunca, llenando las cavidades de su boca con litros de saliva; sus ojos prendidos fuego, sus cuatro pelos despeinándose a manotazos que tratan de alisarlo una y otra vez.  No sé nada de actores, de cine, ni de teatro, pero no puedo sino pensar que en esa cara está todo el drama de los seres humanos comprimido en ese gesto penoso, tristísimo, angustiante. Enseguida pensé, olvidándome de la película, que había que escribir sobre Ulises Dumont, quizá algo así como una biografía ficticia. Pensé en mentir, descaradamente, sobre las posibilidades de su vida, los avatares, las tragedias, las lágrimas que hicieron que él llegue, como punto cúlmine, a ese rostro que espiaba, desde un agujero en la pared, el set de filmación de una película porno.

¿Mentir? La idea de una biografía falsa es atractiva. En seguida aparece algún texto de Borges, alguna película de Woody Allen, un libro de Vila Matas, incluso de Cortázar, su libro sobre Keats, claro; o la Vida de Samuel Johnson. La enumeración no es inválida: al rato de masticar  brevemente la idea, uno entiende que toda biografía es falsa, es decir, todas son un relato, con más o menos papeles que lo fundamenten, con más o menos pruebas científicas, fuentes directas o indirectas, que den forma a lo que se va a pasar a la letra.

No hay ingenuidad en este tipo de textos. La objetividad es una abstracción imposible y la palabra es ficción. ¿Qué estaba haciendo Ulises Dumont el 14 de febrero de mil novecientos ochenta y seis a las cinco y treinta y ocho de la mañana? ¿Dónde se encontraba el diez y seis de agosto de mil novecientos setenta y dos a las cuatro pm? Nadie lo sabe, ni lo sabrá jamás. No hay rastros posibles, no hay registro de nada, no hay forma de saberlo; lo cual me permite responder tranquilamente a esas dos preguntas: el catorce de febrero de mil novecientos ochenta y seis a las cinco treinta y ocho de la mañana Ulises Dumont dormía plácidamente en su casa de Capital Federal y soñaba con su abuelo, quien le comentaba que la mala racha de Racing Club se debía a un cambio en los fotones que estaba emitiendo el sol a causa de los experimentos que estaban haciendo los peronistas en el Instituto Balseiro. La segunda pregunta la respondo sencillamente: el diez y seis de agosto de mil novecientos setenta y dos a las cuatro pm Ulises Dumont estaba cagando, sentado en el inodoro de su casa, leyendo el diario.

¿Por qué no? ¿Quién puede desmentir eso? Algún estudioso va a venir con unos papeles y fotos que atestigüen lo contrario, manuscritos borrosos de cartas enviadas desde Bogotá o Marruecos justo en alguna de esas fechas, correcciones sobre algún posible sueño de nuestro personaje y cosas así. Podría ser, pero no significa nada. La verdad histórica que se vaya con los historiadores, a quién le importa. Todos somos parte de algo así como un sueño entretejido en las brumas de la realidad. No hay papel, no hay nada que atestigüe sobre nosotros. No hay, en definitiva, verdad, en el sentido del biógrafo, del historiador, del neurótico. Hay verdad en el sentido en que hay un relato que contar. Y así, todo.

Me levanto, apago el televisor, me sirvo un vaso de whisky y me quedo pensando en Ulises Dumont. Encuentro en internet algunos reportajes, fragmentos de películas, fotos. “Viva Perón carajo” grita, matando y muriendo a la vez en una de las películas en las que apareció. Una síntesis probable del peronismo, que quizá ya había aparecido antes de esa escena célebre: en su propia cara trágica, de niño abandonado, de universo incomprensible. Pensé en el hombrecito de sombrero gris, pensé en el señor López, que cruzando algunas puertas liberaba su inconsciente a los deseos reprimidos durante su mugrienta y odiosa vida. Le hubiera quedado como anillo al dedo esa invención.

Lo imagino con la cara pintada como la de un clown. Ulises Dumont debe haber representado a un payaso alguna vez en su vida. Sus gestos, su sonrisa a lo Mona Lisa, indescriptible, la tristeza que se escapa desde las marcas de su cara, harían de él sencillamente un clown perfecto para la foto.

Nunca lo pude ver en vivo, en el teatro. Lo vi pusilánime, llorando, gritando, borracho, besando a una mujer, explicando la tristeza de un mundo que no se entiende. Siempre en los cines, en la tele, en internet. Nunca pude darle un abrazo, saludarlo, con su cara de sorpresa un poco impostada al ver que un desconocido lo reconoce por ahí. Escucho su voz entrecortada, quizá tartamudeando un poco, o no, firme y filosa, cortante con dos o tres respuestas y algún gesto, una sonrisa de despedida.

Ulises Dumont. Vos fíjate si no es un gran nombre: Ulises, Odiseo, nuestro épico viajero de la literatura universal. También aparece el judío de Joyce, que anda, con una papa en su bolsillo y con su amigo Stephan Dédalus por las calles Dublin en un día de junio.  ¿Y el apellido? Dumont: qué fácil es traducirlo por “del mundo”. Genial. No me digan que no tiene un nombre genial. Nuestro viajero del mundo nos tiene ahora de corrido por estas páginas, hace de hilo de esta historia, como no podía ser de otra manera, mientras lo vi, un relámpago, ayer haciendo zaping, cuandos asomaba su cara por el agujero de una pared, para espiar como una Blanca Nieves triple equis hacía de las suyas con un enano más bien desproporcionado. Viajero del mundo, sí.

Imagino las caras borrosas de sus padres observando al pequeño viajero del mundo dormir plácidamente. El día exacto en que, previo a su nacimiento, decidieron que si era varón se llamaría Ulises. Quizá corría el año mil novecientos treinta y siete, afuera llovía y la madre observaba su enorme barriga a punto de parir. La abuela había dicho que por la forma de la panza iba a ser un varón, y tuvo razón. O no, quizá fue una de sus tías. El nombre brillaba por sí mismo: habían leído La Odisea durante todo el verano anterior metidos adentro de la bañera de la casa. En ese verano el calor fue tremendo, y la pareja joven, recién casada, no encontró mejor manera de soportarlo metidos adentro del agua, leyendo y haciendo el amor apasionadamente. Quizá entre la lectura de la orestíada, ella quedó embarazada.

Quizá no y Ulises se llamaba un tío del padre, muerto recientemente y así quedó definido el nombre del próximo integrante de la familia. De cualquier manera, Ulises Dumont nació, como todos nosotros, un día entre los días.
¿Mentir? ¿Ficción? ¿Biografía? Todo lo que existe, existe porque es nombrado, dijo alguno, y a mí cada día me asombra más el parecido que tienen las palabras “realidad” y “relato”.

Y así, todo.


*Este texto se encuentra en mi libro "Las mariposas de Nabokov".

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