Ayer me di cuenta que se puede
escribir una novela pensando en Ulises Dumont*. No, no: ayer entendí, como un
relámpago, una luz cegadora, que tenía que escribir una novela en la
cual Ulises Dumont participe de alguna forma. No, tampoco; a ver: anoche,
viendo una película en la que trabaja Ulises Dumont, sentí que lo próximo que
debía escribir tendría que ver con él, como un personaje más; o como alguien,
que de muchas maneras debía estar presente en mis textos. Tampoco así, no. Era
de noche, tarde. Afuera hacía frío; adentro, estaba tirado en el sofá haciendo
zaping. De repente una señora vestida de Blanca Nieves ve que uno de sus enanos
saca una verga tremenda, quizá del mismo tamaño que lo que mide él. Blanca
Nieves finge una sorpresa pícara, digamos. Por una escalera viene bajando
Ulises Dumont, sí, con su increíble y espectral rostro; su cara de qué hago yo en este puto mundo de mierda,
su cara de este mundo de mierda no tiene
arreglo, su cara de todos nos vamos yendo
ineluctablemente a la mismísima mierda.
Se detiene, asoma su rostro por un
agujero en la pared y mira la escena de Blanca Puta Nieves con el enano. Ulises Dumont suda, se relame
invisiblemente. Se ven sus papilas gustativas trabajando como nunca, llenando
las cavidades de su boca con litros de saliva; sus ojos prendidos fuego, sus
cuatro pelos despeinándose a manotazos que tratan de alisarlo una y otra vez. No sé nada de actores, de cine, ni de teatro,
pero no puedo sino pensar que en esa cara está todo el drama de los seres
humanos comprimido en ese gesto penoso, tristísimo, angustiante. Enseguida pensé,
olvidándome de la película, que había que escribir sobre Ulises Dumont, quizá
algo así como una biografía ficticia. Pensé en mentir, descaradamente, sobre
las posibilidades de su vida, los avatares, las tragedias, las lágrimas que
hicieron que él llegue, como punto cúlmine, a ese rostro que espiaba, desde un
agujero en la pared, el set de filmación de una película porno.
¿Mentir? La idea de una biografía
falsa es atractiva. En seguida aparece algún texto de Borges, alguna película
de Woody Allen, un libro de Vila Matas, incluso de Cortázar, su libro sobre
Keats, claro; o la Vida de Samuel Johnson. La enumeración no es inválida: al
rato de masticar brevemente la idea, uno
entiende que toda biografía es falsa,
es decir, todas son un relato, con más o menos papeles que lo fundamenten, con
más o menos pruebas científicas, fuentes directas o indirectas, que den forma a
lo que se va a pasar a la letra.
No hay ingenuidad en este tipo de
textos. La objetividad es una abstracción imposible y la palabra es ficción.
¿Qué estaba haciendo Ulises Dumont el 14 de febrero de mil novecientos ochenta
y seis a las cinco y treinta y ocho de la mañana? ¿Dónde se encontraba el diez
y seis de agosto de mil novecientos setenta y dos a las cuatro pm? Nadie lo
sabe, ni lo sabrá jamás. No hay rastros posibles, no hay registro de nada, no
hay forma de saberlo; lo cual me permite responder tranquilamente a esas dos
preguntas: el catorce de febrero de mil novecientos ochenta y seis a las cinco
treinta y ocho de la mañana Ulises Dumont dormía plácidamente en su casa de
Capital Federal y soñaba con su abuelo, quien le comentaba que la mala racha de
Racing Club se debía a un cambio en los fotones que estaba emitiendo el sol a
causa de los experimentos que estaban haciendo los peronistas en el Instituto
Balseiro. La segunda pregunta la respondo sencillamente: el diez y seis de
agosto de mil novecientos setenta y dos a las cuatro pm Ulises Dumont estaba
cagando, sentado en el inodoro de su casa, leyendo el diario.
¿Por qué no? ¿Quién puede desmentir
eso? Algún estudioso va a venir con unos papeles y fotos que atestigüen lo
contrario, manuscritos borrosos de cartas enviadas desde Bogotá o Marruecos justo
en alguna de esas fechas, correcciones sobre algún posible sueño de nuestro
personaje y cosas así. Podría ser, pero no significa nada. La verdad histórica
que se vaya con los historiadores, a quién le importa. Todos somos parte de
algo así como un sueño entretejido en las brumas de la realidad. No hay papel,
no hay nada que atestigüe sobre nosotros. No hay, en definitiva, verdad, en el
sentido del biógrafo, del historiador, del neurótico. Hay verdad en el sentido
en que hay un relato que contar. Y así, todo.
Me levanto, apago el televisor, me
sirvo un vaso de whisky y me quedo pensando en Ulises Dumont. Encuentro en
internet algunos reportajes, fragmentos de películas, fotos. “Viva Perón carajo” grita, matando y
muriendo a la vez en una de las películas en las que apareció. Una síntesis probable
del peronismo, que quizá ya había aparecido antes de esa escena célebre: en su
propia cara trágica, de niño abandonado, de universo incomprensible. Pensé en el hombrecito de sombrero gris, pensé en
el señor López, que cruzando algunas puertas liberaba su inconsciente a los
deseos reprimidos durante su mugrienta y odiosa vida. Le hubiera quedado como
anillo al dedo esa invención.
Lo imagino con la cara pintada como
la de un clown. Ulises Dumont debe haber representado a un payaso alguna vez en
su vida. Sus gestos, su sonrisa a lo Mona Lisa, indescriptible, la tristeza que
se escapa desde las marcas de su cara, harían de él sencillamente un clown
perfecto para la foto.
Nunca lo pude ver en vivo, en el teatro.
Lo vi pusilánime, llorando, gritando, borracho, besando a una mujer, explicando
la tristeza de un mundo que no se entiende. Siempre en los cines, en la tele,
en internet. Nunca pude darle un abrazo, saludarlo, con su cara de sorpresa un
poco impostada al ver que un desconocido lo reconoce por ahí. Escucho su voz
entrecortada, quizá tartamudeando un poco, o no, firme y filosa, cortante con
dos o tres respuestas y algún gesto, una sonrisa de despedida.
Ulises Dumont. Vos fíjate si no es un
gran nombre: Ulises, Odiseo, nuestro épico viajero de la literatura universal. También
aparece el judío de Joyce, que anda, con una papa en su bolsillo y con su amigo
Stephan Dédalus por las calles Dublin en un día de junio. ¿Y el apellido? Dumont: qué fácil es traducirlo por
“del mundo”. Genial. No me digan que no tiene un nombre genial. Nuestro viajero
del mundo nos tiene ahora de corrido por estas páginas, hace de hilo de esta
historia, como no podía ser de otra manera, mientras lo vi, un relámpago, ayer
haciendo zaping, cuandos asomaba su cara por el agujero de una pared, para
espiar como una Blanca Nieves triple equis hacía de las suyas con un enano más bien desproporcionado. Viajero del mundo, sí.
Imagino las caras borrosas de sus
padres observando al pequeño viajero del mundo dormir plácidamente. El día
exacto en que, previo a su nacimiento, decidieron que si era varón se llamaría
Ulises. Quizá corría el año mil novecientos treinta y siete, afuera llovía y la
madre observaba su enorme barriga a punto de parir. La abuela había dicho que
por la forma de la panza iba a ser un varón, y tuvo razón. O no, quizá fue una
de sus tías. El nombre brillaba por sí mismo: habían leído La Odisea durante
todo el verano anterior metidos adentro de la bañera de la casa. En ese verano
el calor fue tremendo, y la pareja joven, recién casada, no encontró mejor
manera de soportarlo metidos adentro del agua, leyendo y haciendo el amor
apasionadamente. Quizá entre la lectura de la orestíada, ella quedó embarazada.
Quizá no y Ulises se llamaba un tío
del padre, muerto recientemente y así quedó definido el nombre del próximo
integrante de la familia. De cualquier manera, Ulises Dumont nació,
como todos nosotros, un día entre los días.
¿Mentir? ¿Ficción? ¿Biografía? Todo lo que existe, existe porque es nombrado, dijo alguno, y a mí cada día me asombra más el parecido que tienen las palabras “realidad”
y “relato”.
Y así, todo.
*Este texto se encuentra en mi libro "Las mariposas de Nabokov".
*Este texto se encuentra en mi libro "Las mariposas de Nabokov".
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