sábado, 19 de junio de 2010

Notas sobre 2666, de Roberto Bolaño

La parte de los críticos.

 

Roland Barthes escribió que la ruptura principal de la literatura del siglo veinte, había estado basada, desde Proust y Joyce, en la aparición de una metaliteratura como tema literario, o si se quiere, en el hecho que el escritor escriba su propia crítica de, y en la misma obra que está escribiendo. Desde cierto momento de la historia, literatura y crítica vienen de la mano, llevando el arte literario al extremo. Extremo es una buena palabra para hablar de Bolaño, para pensarlo como parte fundamental de una literatura de los extremos, una vanguardia literaria que se sostiene por sí misma, aunque viene acompañada, al menos entre los hispano parlantes, de escritores como Rodrigo Fresán, Cesar Aira, Enrique Vila Matas, y que quizá provenga de una línea directa con Morelli, el escritor casi oculto que hay detrás de “Rayuela” de Cortázar.

En la novela de Bolaño “Los detectives salvajes”, la anécdota central, la búsqueda de Cesárea Tinajero, es sin duda un tema fundamental en toda su obra. La búsqueda de Cesárea Tinajero es la búsqueda de la poesía, y es la puesta en escena de lo que está haciendo el escritor con su libro, con su concepción de literatura. En “2666”, Bolaño redobla la apuesta, en esta novela monumental, dónde los personajes principales de esta primera parte del libro son cuatro críticos en busca de un escritor que parece esconderse del mundo. Literatura que escribe sobre literatura, claro. Congresos, ensayos, viajes en avión a Madrid, a Inglaterra, a Italia, amores, lecturas, camarillas literarias en pie de guerra, llamadas telefónicas, concursos, premios y más congresos sobre la obra del escritor desconocido. Los críticos, Liz Norton, Pelletier, Espinoza y Morini, van y vienen por Europa, en busca del extraño Benno von Archimboldi, autor de una obra propicia para el premio Nobel, quien se vuelve una obsesión para ellos, quienes, siguiendo al autor van a parar a un pueblo perdido de Méjico, Santa Teresa, seudónimo probable de Ciudad Juaréz, donde los asesinatos de mujeres van a la orden del día.

Benno von Archimboldi es contado de manera esquiva, anecdótica, por momentos uno empieza a pensar que no existe, que es una broma de Bolaño. Apenas si se conocen algunas señas particulares: es alemán, es alto, es rubio, en sus ojos parece habitar el infierno, usa chaqueta de cuero. O alguna anécdota sobre una breve charla de gauchos a caballo con una señora argentina. Hay cierta estructura que Bolaño manejará en toda la novela, y que podríamos llamar narración trenzada, es decir, tres o cuatro historias escritas de manera paralela en párrafos diferentes, seguidos uno de otros en un movimiento de rotación perfecto. Así por ejemplo, Pelletier lee y relee a Archimboldi en el hotel de Santa Teresa, Espinoza se enamora de una mujer mejicana, Liz Norton sueña con su infancia mientras huye de Méjico, y Morini, cada vez más enfermo, parece diluirse en su propia mala salud. También aparece el profesor Amalfitano, de quien se seguirá su historia en la siguiente parte (esta palabra no es sinónima, en esta obra, de capítulo), pero que remarca la referencia a los ámbitos literarios, cierta impostura, el contraste irreverente del clima académico contra una realidad hostil.

La historia es abierta, como sin duda uno espera siempre de Bolaño, pero si hay algo que a uno le queda en limpio, como idea fundante o como principio literario a rajatabla, sin duda es la posibilidad de llevar el arte al extremo, como hace uno de los miles de personajes que aparecerán a lo largo de la novela, Edwin Johns, cortando la propia mano con la que crea, la suya propia, su mano que pinta, que es la que, ya muerta, se expone como obra.

Yo me quedo con ésta idea de Edwin Johns, la idea de los extremos. En "2666" la literatura juega a que busca a la literatura, tal como en la novela “Los detectives salvajes”, dónde dos poetas van tras el rastro lívido de Cesárea Tinajero, y de esta búsqueda descarnada de la literatura desde dentro, en las dos novelas, pareciera llegarse al límite, a un lugar de frontera, a un desierto abismal que yace sembrado de cadáveres de mujeres asesinadas.

La novela, según leemos en un breve prólogo, debería haber salido en cinco partes, separadas y autónomas. Yo no sé si los herederos de Bolaño y sus editores hicieron bien en contradecir la última voluntad literaria del autor. En realidad, hubiese sido una aventura más que interesante leerlas por separado, quizá en desorden. La totalidad que plantea un libro de casi mil doscientas páginas, el macizo ladrillo de papel que uno va leyendo lentamente, nos deja la idea de que algo debería ir cerrando, cosa que es imposible que suceda porque Bolaño centra su crítica literaria, dentro de su escrito, en la historia que es miles de historias, en la lectura (y en la escritura) como hecho multiforme, azaroso, no lineal, quizá arbóreo. Justamente, el rastreo de datos, como el nombre de la novela, y algunos personajes y sobre todo lugares dónde sucede “2666”, se tienen que buscar en el resto de su obra, lo que nos deja pensando que cada libro de Bolaño constituye una parte de un rompecabezas viejo, olvidado en un baúl, del cual se han perdido muchas piezas, o mejor dicho, se han desechado para que el que lo mire terminado se tenga que poner a inventar las partes que faltan.

 

 

 

Roberto Bolaño. "2666", Anagrama, Barcelona, 2004

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